Los prerrafaelistas y las mujeres: El club de los libidinosos

Los prerrafaelistas y las mujeres: El club de los libidinosos

Elizabeth Siddal, una humilde dependienta, se convirtió en uno de los iconos de la Inglaterra victoriana. Pelirroja, pálida, dueña de una belleza lánguida, Lizzie provocó desaforadas pasiones entre los pintores de la Hermandad Prerrafaelista, un grupo de jóvenes creadores que adoraban a Dante, Grecia, Roma y la Antigüedad. John Everett Millais descubrió a Lizzie en un comercio y la hizo su musa: Elizabeth es la etérea Ofelia de su célebre cuadro.

Otro prerrafaelista Dante Gabriel Rossetti, se enamoró perdidamente de ella. La cortejó, se la robó a su amigo Millais y la convirtió en su esposa. Poseído por los celos, le prohibió posar para otros y la enclaustró: la dejaba encerrada mientras él se iba de farra y se acostaba con otras. Obsesionado con ella, la pintaba sin descanso, pero la atormentaba con el aislamiento y la infidelidad.

Elizabeth perdió la alegría; después, la cordura (mecía la cuna vacía de un bebé que no llegó a nacer); y, finalmente, la vida: se suicidó con una sobredosis de láudano. Rossetti, martirizado por la pena y la culpa, metió bajo la roja cabellera de Lizzie un cuaderno repleto de poemas inéditos antes de que se cerrara el ataúd. Cinco años después autorizó la exhumación del cadáver para recuperar sus versos. Se publicaron en 1870. Hablaban de damas élficas, alados valles, manantiales, sueños, éxtasis, vigilia y «visiones esquivas que hacer gemir». Otro poeta, Robert Buchanan, publicó, bajo seudónimo, un furibundo artículo contra esos versos y tachó a Rossetti y a su grupo de «escuela poética de la carne», de «afeminados» y de «obscenos».

En sus lienzos aparecen mujeres de mirada perdida, voluptuosas, sensuales y… desnudas. ¡Un escándalo!

«Desnudez vergonzosa» ‘gritaba’, indignado, Buchanan. Muy victoriana esta apreciación. Durante el largo reinado (1837-1901) de la longeva reina Victoria, Inglaterra vivió una importante transformación: el humo de las fábricas, la maquinaria textil y los grandes puertos comerciales ganaron terreno sobre los latifundios del tipo Dowtown Abbey. El proceso continuó durante el breve reinado de Eduardo VII (1901-1910), el hijo de Victoria, y culminó con la Primera Guerra Mundial y la absoluta convulsión social que supuso.

Avanzaban las fábricas, pero no las mentalidades. Moralidad, disciplina, severidad, puritanismo o rigidez se asocian a la idea de victoriano. Las mujeres, bien tapadas; las clases sociales, bien separadas; las normas, firmes. Y en este contexto de pacatería nacen la pasión romántica y la devoción por lo antiguo de un grupo de pintores.

Sir Lawrence Alma-Tadema, Edward Coley Burne-Jones, Sir Frederic Leighton, Albert J. Moore o el mencionado Rossetti pintaron lienzos que la recatada sociedad de la época recibió con estupor. Además de dioses griegos, preciosos capiteles, emperadores y guerreros romanos o Lancelots y otros personajes medievales, este grupo de pintores –herederos de los prerrafaelistas– mostraban a magas, diosas, ninfas, Cleopatras, Pasífaes, hadas, seductoras envenenadoras… Mujeres pasionales y peligrosas y, a menudo, además, ¡desnudas! Imposible cuantificar los vahídos de las damas de la época ante tamaña desvergüenza. ¡Qué escándalo!.

El nuevo rico aupado por la industrialización desbancó a los lores y apadrinó a estos artistas repudiados

Pese a que durante muchos años no se percibiera su osadía y a que fueran ninguneados frente al torrente de las vanguardias, los pintores victorianos fueron modernos. Cultivaron valores que ofrecían un fuerte contraste con las actitudes moralizantes de la época. Uno de sus capitanes era Sir Lawrence Alma-Tadema, un neerlandés nacionalizado británico de bigote atusado, barba poblada, serias levitas y gusto exquisito. Alma-Tadema era un esteta apasionado de la decoración que convirtió su suntuosa mansión de Grove End Road –en el londinense barrio de St John’s Wood– en un punto de encuentro de los buscadores de la belleza pura.

A los artistas victorianos les inspiraba la prosa de Théophile Gautier, la música de Mendelssohn y Wagner o los versos de Alfred Tennysson. Algunos de ellos también fueron poetas: el pintor James Whistler aconsejó incluso a Rossetti que, en vez de sus cuadros, enmarcara sus versos… El parnasiano afán del arte por el arte y la hermosura femenina eran sus obsesiones. En sus lienzos reinan las mujeres de miradas perdidas, las damas voluptuosas que recuerdan a las odaliscas de los harenes pintados por Ingres, las posturas de refinada sensualidad, las que imaginamos en los divanes de los banquetes romanos.

Un banquete romano protagoniza la obra cumbre de Alma-Tadema, Las rosas de Heliogábalo. Con él deslumbró a John Aird, el prototipo del nuevo rico aupado por la incipiente industrialización. Los hombres como él estaban desbancando a los lores de antiguos apellidos y se convirtieron en coleccionistas de arte. Gracias a ellos, Alma-Tadema y otros gozaron de vidas holgadas. Aird vio el cuadro en la Royal Academy en 1888 y lo compró.

Ninguneados durante décadas frente a las vanguardias, estos pintores son reconocidos hoy como rompedores

Las rosas de Heliogábalo es un alud de color. Evoca la lluvia de flores con la que el pérfido emperador Heliogábalo asfixió a sus invitados. En el cuadro hay mujeres hermosas, mármoles, Antigüedad, refinamiento, crueldad y placer. Enseguida se convirtió en un ejemplo del gusto por la decadencia y el aburrimiento. Según Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen Bornemisza, esta obra «representa el amor al lujo y la deliciosa perversidad en la que se deleitaba Alma-Tadema».

John Aird se entusiasmó con su faceta de mecenas. Cuando en 1902 viajó a Asuán (era uno de los constructores de la presa), invitó a Alma-Tadema a acompañarlo a Egipto, una experiencia de la que nace el lienzo Moisés salvado de las aguas.

Primero fueron los nuevos ricos de finales del XIX los que apoyaron a los pintores victorianos. Después vinieron los años de olvido: sus escenas medievales resultaban de pronto cursis y folletinescas frente a la ruptura vanguardista de Renoir, Picasso, Braque y la catarata de innovaciones artísticas del siglo XX.

La pintura victoriana sufrió una larga travesía del desierto: algunos cuadros pasaron de los salones a los trasteros. Muchos herederos de mecenas y coleccionistas –la mayoría de ellos, industriales tipo John Aird– malvendieron los cuadros. Hubo que esperar casi un siglo hasta que llegaran los nuevos rescatadores de la pintura victoriana: los productores de Hollywood de péplums (cine de aventuras ambientado en la Antigüedad).

El pionero de este rescate fue el productor de televisión Allen Funt. Atesoró una soberbia colección de obras de Alma-Tadema que más tarde tuvo que vender.

Otro gran coleccionista del arte de aquella época es el compositor Andrew Lloyd Weber. «La gente empieza a entender que para disfrutar de una obra de arte no es necesario que sea revolucionaria. Estas obras ofrecen un disfrute puro –explica Véronique Gérard-Powell, profesora de Historia del Arte en la Sorbona y experta en la época–. Y aunque ahora los temas de la Antigüedad griega o romana están totalmente pasados de moda en el arte, sí forman parte del cine. La escultura antigua está, además, viviendo un importante revival en el mercado».



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