«Les pido un favor, que yo soy su abuelita Fátima, ustedes me entienden. Tienen que estar quietos. Los están buscando. Escuchen el micrófono, estén parados, para que ellos los traigan. Si se sienten angustiados, solo mi Dios lo sabe». Este es el mensaje que la fuerza aérea colombiana retransmite a todas horas desde el aire sobre la selva donde se encuentran los cuatro hermanos perdidos desde que el pasado día 1 la avioneta en la que viajaban junto con su madre cayera en picado en la frondosa región de Caquetá.
La búsqueda se torna por horas cada vez más angustiosa. A ella se han unido el padre de los pequeños, Manuel Ranoque Morales, y 85 nuevos soldados a los que su coronel ha impartido una única orden: «Traígan a los niños con vida». Tres aviones del ejército, en un intento desesperado por aumentar las posibilidades de un desenlace feliz, han arrojado cientos de kits de supervivencia en la espesura con agua y suero. Albergan la esperanza de que los menores los encuentren y puedan nutrirse con otros complementos aparte de la fruta que han ido recolectando y les ha permitido mantenerse con vida durante estas casi tres semanas de errática travesía.
La angustia crece entre los colombianos a la misma velocidad que el misterio. Cómo tres menores de 13, 9 y 4 años que cuidan de un bebé de once meses han sobrevivido a la selva tanto tiempo resulta una incógnita. Toda esa enorme capacidad de reacción se atribuye por parte de los rescatistas a la propia naturaleza de los pequeños, acostumbrados a defenderse y convivir con la jungla. Son originarios de una pequeña etnia que habita en las estribaciones de la fronda de Claquetá y, por tanto, la conocen bien. Saben cuáles son los frutos comestibles y las serpientes, insectos y otros animales peores a los que temer. Los allegados añaden que están habituados a verse amenazados. Como otras familias de su comunidad han sido hostigados frecuentemente por las bandas de criminales escondidas en la espesura. Pero en realidad nadie conoce su estado actual. Ni siquiera se ha podido determinar si alguno de ellos, o todos, sufren heridas a consecuencia del accidente.
La pequeña Cessna registró un fallo del motor apenas había amanecido sobre la región, poco después de despegar de Araracuara con sus pasajeros. Se precipitó sobre las copas de unos árboles y posteriormente cayó en vertical sobre el suelo. El impacto fue tremendo. Los restos del aparato muestran el morro totalmente aplastado.
En su interior los soldados encontraron el cadáver del piloto, Hernando Murcia. El día anterior había realizado cinco vuelos sin ningún problema. Antes de partir, había llamado a su mujer, como hacia siempre, para explicarle el plan de vuelo y la hora de llegada a su destino.
A escasa distancia de los restos de su Cessna aparecieron los cuerpos de la madre de los niños y del último ocupante de la aeronave, el director de una fundación indígena que se dirigía a la capital de la región. No ha trascendido si ambas víctimas salieron despedidas del avión o lograron abandonarlo y fallecieron poco después por la gravedad de las lesiones. Quizá los pequeños iban detrás, al fondo de la cabina, y eso les permitió salir ilesos. Nadie lo sabe. Parece ofrecer un brillo de esperanza el hecho de que no se hayan encontrado rastros de sangre. Los rescatistas no han informado, al menos, de indicios que evidencien la posibilidad de heridas en alguno de los menores.
La selva del Guaviare se ha convertido en el centro de todas las miradas de Colombia y de millones de personas en todo el planeta. Es el escenario de una de las misiones de salvamento más colosales realizadas en este país. Hace ocho años, una joven madre y su bebé también sufrieron un accidente de avión, el medio más habitual para cruzar la Amazonía además de las embarcaciones que surcan los ríos, pero fueron encontrados al cabo de cinco días. La hazaña de los cuatro pequeños es inédita.
Pirañas y remolinos
El manual de supervivencia del ejército colombiano describe la selva como una «vasta extensión de difícil acceso, condiciones adversas y clima malsano». «Ofrece condiciones severas, peligros constantes y un sinnúmero de circunstancias que pueden llevar a una persona a la muerte, pero a la vez ofrece cientos de oportunidades de vida, y las circunstancias adversas se pueden emplear para obtener ventaja sobre el adversario, en caso de tenerlo, o sobre la manigua (lugar pantanoso y lleno de vegetación) para poder salir con vida de ella».
A esta última apreciación se aferran los dos centenares de militares participantes en el dispositivo para conservar la esperanza. Entre ellos hay bastantes soldados expertos en la jungla como fruto de las misiones de búsqueda de grupos guerrilleros o bandas dedicadas al crimen y el narcotráfico. Rastrean de día y de noche en compañía de decenas de socorristas de Defensa Civil y otras organizaciones de rescate utilizando gafas de visión nocturna y detectores de calor. Las condiciones son penosas. Cuando cae la oscuridad tratan de aprovechar la ventaja de que los niños seguramente estén durmiendo y, por lo tanto, permanezcan quietos. Se conviertan en un objetivo inmóvil, no un aguja que se desliza constantemente en el interior de un pajar.
El operativo se centra en los alrededores del río Apaporis, cuyo curso creen que los menores están siguiendo en busca de una población. El área está cuajada de peligros. Hay numerosos pantanos, fango y riachuelos. «Antes de entrar a un río, observe su forma para descubrir si es calmado u oculta corrientes y remolinos», advierte el manual castrense. «Las pirañas se encuentran en cualquier lugar de la selva donde exista el remanso de un río. Se encuentran generalmente en aguas calmadas». El Gobierno ha informado además de la persistencia de aguaceros y tormentas eléctricas en la región. Otro riesgo enorme. La caída de un rayo en mitad de la selva húmeda puede electrocutar a una persona en seiscientos metros a la redonda.
La otra posibilidad que manejan los expertos es que los hermanos, tras toparse con algunos indígenas, hayan sido trasladado a un asentamiento seguro o viajen hacia un pueblo por senderos y ríos que, prácticamente, solo los nativos conocen. Pero es una teoría minoritaria. Los rescatistas solo han encontrado en los últimos cuatro días pistas del tránsito de los niños, que han ido dejando en el camino restos de fruta, prendas, coleteros, un biberón e incluso unas tijeras infantiles. También ha sido localizadas «huellas frescas» de pisadas infantiles al lado de un riachuelo. Ninguna de adulto. «La mayor esperanza de un hombre sobreviviente a un accidente aéreo, perdido en la selva, es encontrar ayuda y la más probable es la de un indígena o nativo de la región que le ayude a regresar a un sitio poblado», explican los militares.
El dueño de la selva
A la búsqueda de ha sumado Manuel Ranoque, padre de los dos niños más jóvenes, Tien Noriel (4 años) y Cristin Neriman (11 meses), y padrastro de las dos hermanas mayores, Lesly (13 años) y Soleiny (9). El lugar es inmenso. La zona de rastreo abarca casi 26.000 kilómetros cuadrados, más o menos la misma extensión que el área metropolitana de Bogotá, pero de tupida jungla. El ejército opina que los pequeños se mantienen en constante movimiento en búsqueda de comida, pero Manuel está convencido de que han sido recogidos por algún nativo. Manuel había decidido trasladar a su familia a San José, la capital del Guanaive, y desde allí viajar hasta Bogotá, donde él había encontrado un trabajo, tras verse obligado a escapar de la región de Caquetá por las amenazas de la guerrilla.
La abuela Fátima, la autora de los mensajes aéreos a sus nietos, solo aguarda a verles entrar ilesos por la puerta de su casa. Ya ha sido informada de la muerte de su hija, Magdalena Mucutuy. Como ella, también es indígena y sus creencias sobrenaturales han cobrado fuerza según transcurren las horas. «Nuestros saberes nos dicen que debemos buscarlos de noche, porque creemos que los tiene el duende, quien se aparece como mamá, papá o tío», comenta a un medio colombiano, convencida de que «alguien carga con ellos» y por eso sus huellas se desvanecen en la selva.
Otro allegado de la familia, Fidencio Valencia, asegura que «estamos buscando ayuda por todos lados antes de que sea demasiado tarde». Al «apoyo espiritual de los abuelos de los territorios» situados en el curso del río Apaporis se añade el de las etnias indígenas que «viven en el sector, como los tucanos, tikunas y makunas. El objetivo es que el dios y el dueño de la selva nos ayuden a entregar a los niños», exclama Valencia.
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Enlace de origen : «Soy su abuela Fátima, tienen que estar quietos, los están buscando»