Alejado del mundanal ruido ha muerto Antonio Gala, que tenía 92 años. El apasionado poeta, dramaturgo, narrador, columnista y guionista se apartó de los focos y se refugió en Córdoba cuando su salud se quebró. En la ciudad andaluza en la que falleció están su fundación y su casa, en la que en estos últimos años alternaba sus estancias con su retiro de La Baltasara, en Málaga. Poliédrico creador de pluma y lengua aceradas y talento renacentista, deja una obra extensa celebrada por un público fiel a sus dramas, sus artículos y sus novelas, en las que desentrañó casi siempre el alma femenina. De ahí que tuviera más lectoras que lectores.
El «insigne poeta cordobés», como se le presentó alguna vez, nació en realidad en la manchega localidad de Brazatortas (Ciudad Real) el 2 de octubre de 1930. Su padre era médico allí y en la villa castellano-manchega fue bautizado como Antonio Ángel Custodio Sergio Alejandro María de los Dolores Reina de los Mártires de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos. Pasó el grueso de su vida entre la ciudad califal y Madrid, donde comenzó a fraguarse su éxito en los años sesenta del siglo pasado. Triunfó en el teatro, pero para él su verdadero éxito era la fundación que lleva su nombre. «Es la gran obra de mi vida», aseguraba Gala de la institución que vela por el talento joven y a la que entregó todo su patrimonio, incluida una portentosa colección de 3.000 bastones.
Precoz lector de Rilke y san Juan de la Cruz, Gala escribió un relato con 5 años, con 7 su primera obra teatral, con 14 dictó una conferencia en el Círculo de la Amistad de Córdoba y con 15 ingresó en la Universidad de Sevilla. Licenciado en Derecho, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas y Económicas, opositó a la Abogacía del Estado solo para agradar a su padre. Abandonó la tentativa tras dos años de estudio para ingresar en los Cartujos de Jerez, orden de la que sería expulsado, según contó en ‘Ahora hablaré de mí’, la autobiografía que publicó hace dos décadas.
Del silencio monástico al bullicio bohemio
Pasó pronto del silencio monástico al bullicio bohemio. A frecuentar los mentideros teatrales y faranduleros y a trabajar en lo que fuera para ganarse la vida. En Madrid fue profesor de Historia del Arte y Filosofía en varios colegios antes de poner rumbo a Portugal y luego a Florencia, donde dirigió la galería La Borghese durante un año, antes de dejarse mecer, a su regreso, por el murmullo del éxito. Llenó teatros, vendió miríadas de ejemplares, reinó en las ferias del libro antes que Arturo Pérez-Reverte, Javier Sierra, María Dueñas o Carlos Ruiz Zafón, y las películas basadas en sus novelas fueron éxitos comerciales.
En julio de 2011 reveló que padecía un cáncer de colon «de difícil extirpación» contra el que batalló recluido en casa y al que venció en 2015. Desde entonces sus apariciones públicas fueron contadas y limitadas al apoyo a alumnos de su fundación, como la entrega del Premio Loewe de poesía a su amigo y antiguo becario Ben Clark en 2018.
«No escribo ni para que me quieran ni para que me citen. Escribo para comunicar las cosas, lo necesito hacer por destino. Soy escritor porque no tengo más remedio. Se es escritor aunque no se escriba y hasta el último día de tu vida», sostenía un Antonio Gala que aseguraba no temer ni al fracaso ni a la parca y que se atrevió a anticipar su epitafio: «Murió vivo». Repetía que no era un clásico «porque para serlo de veras hay que morirse varias veces» y él no tenia «ninguna urgencia ni una prisa desesperada por morirme». Y eso que había mirado varias veces a la muerte de frente -«he sufrido tres muertes clínicas», contaba- y sabía que la dama de la guadaña había bajado la mirada y le daba otra oportunidad.
«Soy escritor porque no tengo más remedio. Se es escritor aunque no se escriba y hasta el último día de tu vida»
Aseguraba ser «realista antes que optimista o pesimista» y podía ser tan dulce como desagradable. «La mayor parte de la gente es provinciana, burda, vulgar, gorda por fuera y por dentro», afirmaba en una entrevista. Admitía, con todo, que con el tiempo su carácter, a veces vitriólico, se había atemperado. «Me he hecho menos gracioso y meno ácido. Antes era partidario de ridiculizar al enemigo y ahora menos. No me atrevo a reírme de nadie porque, salvo que se incurra en un ridículo de nacimiento, todo el mundo, o casi todo, es respetable», declaró.
Partícipe de todos los géneros literarios, el teatro y la novela procuraron sus mayores satisfacciones a uno de los escritores en español más leídos, populares y reconocidos. Acumuló casi 500 premios: del Planeta que ganó en 1990 con su primera novela, ‘El manuscrito carmesí’, al César González Ruano que recibió en 1975 por ‘Los ojos de Troylo’, en el que recuerda la muerte de su perro; o el Calderón de la Barca de teatro que mereció en 1963 por ‘Los verdes campos del edén’. ‘Los buenos días perdidos’ le procuró el Premio Nacional de Literatura en 1992.
Sumó 460 títulos en su miscelánea bibliografía, con dramas, versos y ficciones como ‘La pasión turca’, –llevada al cine por Vicente Aranda con Ana Belén como protagonista–, ‘Anillos para una dama’, ‘El pedestal de las estatuas’, ‘Petra regalada’, ‘Los papeles de agua’, ‘Granada de los nazaríes’, ‘Más allá del jardín’, ‘Los bellos durmientes’, ‘Córdoba de Gala’, ‘Paisaje con figuras’ -de la que hubo serie televisiva-, ‘A los herederos’, ‘A quien conmigo va’, ‘Cuaderno de la dama de otoño’, ‘La soledad sonora’, ‘Inés desabrochada’, ‘Dedicado a Tobías’ y ‘Los papeles de agua’, su último título, aparecido en 2008 y en el que mezcló ensayo y novela.
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