Cuentos sonoros: 19 años

Cuentos sonoros: 19 años

Aquella noche debía acabar con un «te quiero» pero lo hizo con un «lo siento» repetido mil veces.

Nos habíamos conocido nueve meses antes en una asignatura tan prometedora para el amor como era Poesía Provenzal; la típica optativa con un alumnado tan escaso como motivado. Leo era alto, desgarbado, con el pelo largo y esa belleza del que aún no sabe que es tremendamente guapo. Yo acababa de llegar de un pueblo lo suficientemente lejos de la capital para convencer a mis padres para que me pagaran una habitación en un piso de estudiantes compartido con mis amigas. Él era de la ciudad, así que, tras aquellas clases vespertinas, me dejaba guiar por pequeñas cafeterías, librerías de segunda mano y oscuros pubs donde actuaban horrendos cantautores.

Gastábamos nuestro dinero en viejas ediciones de poesía y, de vez en cuando, en las últimas novelas cuyo precio juntábamos moneda a moneda. En aquellas cafeterías polvorientas donde vaciábamos quintos de cerveza, hablábamosde literatura (su especialidad) y de música (la mía) hasta que nos echaban y me acompañaba hasta mi piso. Fueron charlas infinitas en las que, paulatinamente y con el ardor de la adolescente que aún era, me fui enamorando de él. Leo me enseñó Bolaño, Woolf y Plath; yo le enseñé Silvio, Sabina y Milanés. Después, en mi habitación, le grababa CDs adornados con corazones cada vez más grandes y explícitos. Lo que hoy, cuando han pasado más de veinte años, recuerdo con media sonrisa y no poco vergüenza, entonces era intenso como un huracán.

Además de en la literatura y la música, nuestras conversaciones fueron poco a poco entrando en temas más personales. Yo le contaba mis problemas de convivencia con mis compañeras de piso y lo incomprendida que me sentía en el pueblo, adonde regresaba cada viernes deseando que fuera domingo para tomar el autobús de vuelta a la ciudad. Él me hablaba de cómo su madre, profesora de Literatura, había influido en su gusto como lector y de lo mal que lo había pasado en el instituto. Hoy en día las situaciones que Leo me contaba recibirían el nombre de ‘bullying’, pero entonces tan solo eran bromas pesadas a un chaval tímido que hasta el estirón del último año había tenido unos kilos de más. Su vulnerabilidad me atrajo más hacia él. Yo no estaba acostumbrada a que un chico de mi edad fuera tan sensible y es que, a pesar de tener tan solo 18 años, ya tenía bastante experiencia.

Durante los últimos dos años en el instituto yo había estado saliendo con un chaval de mi pueblo que no podía ser más diferente a Leo. Nuestra relación se limitaba a acompañarlo a los partidos de fútbol que jugaba, a que me recogiera en su ruidosa Derbi Variant y a meternos mano en los infectos sillones de la peña. Mientras estuvimos juntos no lo vi expresar un sentimiento más allá del acuciante deseo de que nos acostáramos. De hecho, cuando corté con él poco antes de irme a estudiar a la universidad, quería soltar lastre en el pueblo y un novio mecánico no entraba en mi futuro de estudiante de Letras, no pareció darle mucha importancia y se largó a emborracharse con sus amigos.

Por eso me fascinaba que un chico pudiera emocionarse con una canción o abrirse hasta la lágrima como Leo hacía conmigo. Mis compañeras de piso, cuando se lo conté, dictaminaron que era gay. Raro y gay. Yo les aseguré que no, que me había hablado de una compañera de la que estuvo enamorado durante el instituto y que lo ignoraba, pero ellas se mantenían en sus trece para mi desesperación. Cada vez pasaba más tiempo con Leo y menos con mis amigas y acabé diciéndome a mí misma que como él era demasiado tímido para dar el paso adelante de besarnos, yo debía hacerlo. Por eso, aquella noche de julio en la que yo cumplía 19 años me prometí que era el momento adecuado para declararme.

La ciudad había mudado ya su piel y era un laberinto tórrido y semivacío del que habían huido hacia las playas la mayoría de sus habitantes. Nosotros acabábamos de hacer el último examen, el de Poesía Provenzal, y nos prometimos celebrar el final del curso y mi cumpleaños por todo lo alto. Fuimos a los bares de siempre y tras varias cervezas y muchas risas compartidas, acabamos en el Loto, nuestro pub preferido. Poco antes de cerrar le pedí al DJ que pusiera ‘Ojalá’ de Silvio Rodríguez, nuestra canción, así que cuando empezó a sonar nos abrazamos y empezamos a cantarla a voz en grito. Cuando terminó Leo, desde su altura, me cogió con sus enormes manos la cara y me dio las gracias. Enseguida sentí que era el momento que tanto había aguardado y lo besé. Él se quedó anonadado y aunque no me rehuyó tampoco respondió. Yo supe al instante que me había equivocado y salí disparada del local mientras repetía una y otra vez «lo siento».

En la calle, mientras yo lloraba desconsolada con una mezcla de vergüenza y rabia que jamás había sentido, él me dijo que también lo sentía, pero que unos días antes había empezado a salir con la chica del instituto que antes lo ignoraba. Me aseguró que lo nuestro era mucho más bonito que cualquier noviazgo, que jamás había tenido una amiga como yo y que no quería estropearlo. Yo le mentí y le dije que estaba de acuerdo, que aquel beso había sido tan solo una muestra de esa amistad. Leo hizo como que me creía, me abrazó y me acompañó hasta mi piso.

Aquella madrugada, mientras intentaba en vano conciliar el sueño, me di cuenta de que las cosas con Leo jamás iban a ser iguales. Todo había cambiado para siempre entre nosotros. Entonces, cometí el segundo error de la noche y le mandé aquel SMS a mi exnovio del que me arrepentiría el resto de mi vida.

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