La nueva acusación sobre Donald Trump por conspirar y alentar con mentiras una revocación de las pasadas elecciones presidenciales (las que perdió ante Joe Biden desencadenando su reacción furiosa) supone un salto cualitativo sobre las anteriores imputaciones que pesan contra el líder republicano. Si bien las irregularidades contables para comprar el silencio de una actriz porno o llevarse de la Casa Blanca documentos confidenciales con los que alardeaba de poder ante sus invitados no dice nada bueno de quien ha ocupado el Despacho Oval, los cargos por un complot electoral van mucho más lejos de los manejos de un líder soberbio e iracundo: suponen un torpedo contra la línea de flotación de la propia democracia estadounidense.
Así lo vislumbran este miércoles muchos analistas políticos. Porque, tras las nuevas imputaciones realizadas por la Fiscalía el martes por la tarde, la cuestión ahora en juego es: ¿Cómo un tipo que ha intentado socavar la voluntad del pueblo en unos comicios con el fin de seguir aferrado al poder puede ahora presentarse de nuevo a la presidencia del país? Trump está acusado de delitos muy serios: conspiración para defraudar a Estados Unidos; conspiración para obstruir un procedimiento oficial; obstrucción e intento de obstruir un procedimiento oficial; y conspiración contra los derechos ciudadanos. ¿Es posible que en estas condiciones pueda proseguir su carrera hacia la Casa Blanca sin que la Justicia lo inhabilite? Sí, la Constitución le ampara. ¿Resulta ético que alguien con ese historial pueda volver a dirigir una nación sin que la democracia y las instituciones queden resentidas? Es lo que se trata de dilucidar.
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Y luego está el miedo. Como hoy sostienen muchos medios estadounidenses, a nadie le inquietaría todo este infernal rompecabezas si el magnate fuera un candidato de quinta fila con cero opciones de superar las primarias republicanas. Pero el caso es el contrario. Trump goza de una ventaja abismal frente al resto de aspirantes electorales del partido. Le saca 40 puntos al segundo favorito, Ron DeSantis. Y, además, la primera gran encuestra preelectoral, difundida esta semana por el ‘New York Times’, destaca que disfruta del mismo apoyo electoral que su futuro rival, Joe Biden, aspirante demócrata a la reelección. Los dos se encuentran empatados con un 47% de respaldo. Es decir, si hoy fueran los comicios presidenciales en EE UU, Trump albergaría grandes opciones de resultar de nuevo elegido como comandante en jefe.
Pero, ¿puede serlo en realidad?
Los requisitos para la postulación
Sí. «En realidad, no hay tantos requisitos constitucionales para postularse para presidente», afirma este miércoles Anna G. Cominsky, profesora de la Facultad de Derecho de Nueva York, en ‘The Washington Post’. La Constitución sólo impone tres condiciones para que cualquiera pueda formalizar su candidatura: tener al menos 35 años, ser ciudadano estadounidense natural y haber residido en el país un mínimo de 14 años.
La raíz de estos requisitos hay que buscarla en la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, elaborada en 1866 y aprobada en 1868, según la cual todos los ciudadanos son iguales ante la ley. La norma se añadió después de la Guerra Civil, incluía la protección igualitaria y otorgaba a los esclavos y sus descendientes los mismos derechos constitucionales que el resto de los estadounidenses, clave en el fin de la segregación racial. De ahí el agregado de ser ciudadano ‘natural’.
Por lo tanto, en el caso de un encausamiento o condena, existen muy pocas limitaciones para ejercer un cargo electo, incluido el de presidente de la nación.
La insurreción, el gran límite
En realidad, las restricciones se limitan a una: la insurreción. Con una imputación de esta naturaleza, la inhabilitación es prácticamente automática. Se trata, en síntesis, de no colocar en la cúspide de las instituciones y el sistema democrático a alguien que ha intentado reventarlos. El antecedente más cercano a la aplicación de esta norma tuvo lugar el año pasado cuando un juez inhabilitó a un político conservador de nivel medio-alto para ocupar el puesto de comisionado del condado en Nuevo México porque existía la confirmación legal de que había participado en el ataque al Capitolio del 6 de enero.
Sin embargo, ¿no encaja Trump con este perfil? A ojos de la Justicia, no. Al menos, hasta el día de hoy. Las investigaciones siguen. Queda partido por jugar. Pero a pesar de que muchos le atribuyen un papel de incitador en la revuelta del Capitolio, no hay ninguna prueba sólida que lo respalde.
Las nuevas imputaciones conocidas este martes aluden a sus presuntas «mentiras» para construir su autorrelato de que salió derrotado de las urnas en 2020 por un «fraude electoral» que, por cierto, nadie encontró, ni jueces, ni el FBI ni los funcionarios electorales que examinaron todo el proceso de voto. A lo sumo, se alude a una conspiración porque el magnate contó con seis personas que le ayudaron en sus supuestas artimañas. De ahí a un acto de insurrección cabe un mundo.
La comisión del Congreso que analizó el asalto al Capitolio también intentó vincular aquella campaña orquestada por Trump con la movilización, apenas mes y medio después, de un nutrido grupo de extremistas contra el templo de la democracia de Washington. En las 10.000 páginas de conclusiones redactadas, el comité deja una puerta abierta, pero ninguna prueba formal. Incluso el abogado Jack Smith, designado por el fiscal general para investigar los enredos del controvertido líder republicano, ha analizado la posibilidad de que una persona que no participó en la revuelta pueda ser imputado en calidad de inspirador. Las opciones son casi nulas.
En realidad, que el Gobierno de EE UU promueva un cargo por incitación es difícil y menos en este caso, donde las sensibilidades políticas se encuentran a flor de piel. Trump se ha encargado cuidadosamente de presentarse como una víctima de una «caza de brujas», sometido a una persecución judicial para truncar su carrera politica y evitar el nuevo ascenso del Partido Republicano a la Casa Blanca.
No hay en la Administración quien quiera remover ese fango: de ahí la extrema exactitud en las imputaciones y la maestría en el manejo de los tiempos para compatibilizar los juicios con las primarias y la campaña electoral, de modo que no sea visto como una sucesión de trampas al líder republicano. Al fin y al cabo, si hubo una insurreción contra el Capitolio, si tres de cada diez estadounidenses todavía creen hoy que Trump fue víctima de un fraude que le apeó de la presidencia y el magnante tiene más del 37% de apoyo de los electores de su partido, ¿quién quiere aventar en ese avispero conjeturas judiciales sin garantías?
Un sorprendente e infernal laberinto
Trump no es un individuo que se guíe por los cánones normales. Y ese es el motivo por el que el sistema político estadounidense se enfrenta a un terreno inexplorado. Nunca un presidente o alto cargo de la Administración había llegado tan lejos como el expresidente en su desafío a las reglas del Estado. Esta ha sido la primera ocasión en la que un mandatario, todavía al frente del país, trata de echar por tierra el resultado de unos comicios para perpetuarse en el cargo. Y también es la primera en que la Justicia actúa contra un expresidente por este motivo. No hay precedentes, sentencias ni textos judiciales a los que acudir. Será el primer proceso por este motivo en la historia y, como suele decirse, lo será ‘a pelo’.
En juego se encuentra la democracia tal y como los estadounidenses la han aprendido en las escuelas y respetado de adultos. Las primeras elecciones presidenciales en el país se celebraron entre 1788 y 1789, inmediatamente después de la promulgación de la Constitución. El sistema instauró el Colegio Electoral como método de designación del presidente, una tradición que se mantiene hoy en día aunque en ocasiones haya sido causa de debate. Por ejemplo, Hillary Clinton ganó en votos en los comicios de 2016, pero al final Donald Trump llegó al Despacho Oval gracias a los sufragios el Colegio Electoral.
George Washington fue el único candidato de aquellas elecciones y, por tanto, su ganador. Instauró la norma de que un presidente solo durase dos mandatos como máximo. Su sucesor, John Adams, padre fundador de la Carta Magna, dirigió el país a continuación, entre 1797 y 1801. Perdió los comicios ante su ‘segundo’, Thomas Jefferson, y se retiró a su propiedad en Massachussets, donde continuó escribiendo y ejerciendo la política. Cabe concluir, por lo tanto, que Donald Trump intento con su aparente serie de engaños y manejos turbios de romper en la convocatoria electoral de 2020 una tradición histórica que se remonta a los propios orígenes de la democracia americana: procurar una transición pacífica de la presidencia. Y éste es el aspecto que más alarma a los analistas politicos.
¿Puede ser votado?
Sí. Incluso procesado, el magnate dispone del derecho de someterse al escrutinio de los electores. Tan sólo él afrontaría algunas restricciones. «Las personas están sujetas a roles diferentes como votantes que como candidatos», explica Caroline Fredrickson, profesora de Derecho en la Facultad de Derecho de Georgetown. «Si Donald Trump fuera condenado por un delito grave, se le prohibiría votar por sí mismo en ciertos Estados». En efecto, la Conferencia Nacional de Legislaturas Estatales establece que todo ciudadano condenado por delitos graves pierde el derecho al voto en once Estados a excepción que reciba un indulto de su gobernador. En otros veintitrés territorios también están privados de voto, aunque solo el tiempo que permanezcan en prisión (a su salida se produce la llamada ‘restauración automática’), mientras en catorce Estados más el exconvicto debe aguardar un tiempo de espera hasta recuperar su derecho.
¿Significa eso un gran obstáculo en la carrera electoral de Trump? En absoluto. Sus electores podrían seguir depositando la papeleta en su favor. Tan sólo se daría la incongruente paradoja de que un candidato presidencial no pueda votarse a sí mismo por tratarse de un delincuente. Y luego, en cambio, sí pueda teóricamente dirigir la nación desde la cárcel.
El caso de Florida es sintomático. La mayoría de la población se mostró a favor de anular esta prohibición para la mayoría de los exconvictos en una consulta celebrada en 2018. Sin embargo, su gobernador, Ron DeSantis, es reacio y ha introducido diversas matizaciones a esta disposición, DeSantis compite con su vecino más popular de Mar-a-Lago, Donald Trump, por la nominación republicana.
El antecedente
El único capítulo de la historia política de EE UU que podría compararse al que vive ahora su sistema democrático lo protagonizó en 1920 Eugene V. Debs. Trabajador de los ferrocarriles desde los 14 años y originariamente demócrata, Debs se convirtió en el líder socialista más popular de Estados Unidos tras una inmersión plena en el sindicalismo obrero. Fundó la organización de trabajadores Industrial Workers of the World y se presentó en cinco ocasiones a la Casa Blanca. Nunca ganó, pero se convirtió en el representante de izquierdas más respaldado de la historia, con un 6% de votos.
Acabó en la cárcel de Atlanta tras un mitin donde arengó a las masas en contra del servicio militar en tiempos de la Primera Guerra Mundial. Condenado por sedición, el ‘prisionero 9653’ hizo campaña en 1920 desde su celda y pudo presentarse a las urnas. Logro 913.693 papeletas, pero el Colegio Electoral le dio la espalda. Un año más tarde fue excarcelado y en 1926 murió de una afección cardiaca ocasionada por las duras condiciones de salubridad en la cárcel.
Trump está lejos de una historia así, aunque cada acusación le acerque cada vez más a una condena penal. Sin embargo, muchos expertos considera que es altamente improbable que acabe en una celda antes de la convención republicana de junio, donde debería confirmarse su nominación, e incluso hasta pasadas las elecciones presidenciales a finales de año, siempre que sea condenado por alguno de sus múltiples cargos y la sentencia conlleve una privación de libertad. El encarcelamiento preventivo no tiene razón de ser. Ningún magistrado cree que estará tentado de huir. Ni siquiera el propio Trump habrá dedicado un minuto a pensarlo. Su objetivo pasaría más bien por lograr la absolución o evitar la celda por la vía del éxito político.
La cárcel, ¿el nuevo Despacho Oval?
La conclusión a todo el rompecabezas actual puede resumirse en una única pregunta: ¿Podría Trump dirigir EE UU desde la cárcel? La teoría indica que sí, aunque pasaría a convertirse en una situación inédita, sujeta además a condiciones de control muy estrictas que dificultarían el desempeño de su actividad. Por ejemplo, la imposibilidad de tener documentos secretos en la celda, viajar al extranjero o celebrar determinadas reuniones o entrevistas confidenciales de alta seguridad. Nunca ha habido un antecedente. No se sabe cómo podría armarse una presidencia así. Los expertos consideran que al final debería ser excarcelado.
En cualquier caso, «no hay obligación de vivir en la Casa Blanca. No hay ninguna ley que obligue al presidente a vivir en ningún lado», apostilla Mark Graber, profesor de Derecho Constitucional al ‘Baltimore Post-Examiner’.
Hay otras opciones en juego. Una es que un juez decida inhabilitarle si encuentra el sustento para ello.
Otra, mucho más real, es que el exmandatario se enfrentará en este caso de conspiración anti-electoral a un jurado ciudadano seleccionado en Washington, donde en las elecciones de 2020 solo obtuvo un 5% de voto, de modo que lo más probable es que intente retrasar el proceso hasta finales de año, tras los comicios presidenciales de noviembre. A partir de ahí, se abre un mundo de especulaciones: que Trump, si gana, se autoindulte, o incluso que Biden, si pierde, decida perdonarle en un último acto de gracia para garantizar una transición pacífica del poder, evitar la cólera extremista y garantizar que las calles no ardan.
Todo son hipótesis que ahora mismo parecen marcianas. O casi. Porque, como sostiene el exfiscal John Malcom, «los funcionarios estatales no pueden interponerse en el camino del ejercicio legítimo de la autoridad federal. Y un presidente es la máxima autoridad federal. Trump tendría ahí un argumento bastante decente para perdonarse a sí mismo».
Sin embargo, en el perdón cabe la trampa. Diferentes analistas afirman que si el republicano llegara a la presidencia por una u otra vía todavía quedaría el recurso del ‘impeachment’; es decir, que la mayoría del Congreso decidiera apartarle del cargo en base a la norma constitucional que así lo prevé en caso de que el mandatario carezca de las facultades idóneas para su cargo. Se trata de un clavo ardiente, pero gancho al fin y al cabo, y también uno de los motivos principales por el que los demócratas no solo buscan revalidar a Joe Biden en su cargo, sino cuando menos conseguir el predominio en las cámaras. Trump, por si acaso, ya va sentando las bases: como un autócrata ha advertido a los republicanos que se interpongan en su camino que tomará sus nombres y no olvidará la afrenta.
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Enlace de origen : ¿Puede Trump volver a ser presidente de EE UU si es condenado a prisión?