El silencio oculta los abusos sexuales dentro del hogar

El silencio oculta los abusos sexuales dentro del hogar

Cumplió 18 años el primer día de este mes. Lo que le importa de su mayoría de edad es que ya no tendrá que volver jamás a dormir en casa de su padre, que la ha violado desde que tiene cuatro años, según corroboran los partes médicos, aunque los juzgados, por tres veces, no dieran credibilidad a su versión, ni siquiera cuando contrajo el virus de papiloma humano «por lo de mi padre». «Sentía dolor y daño, lo cuenta ahora, pero tenía que admitir», relata su abuela, que la ha criado. «Tendría que haberla escondido y discutía con mi hija, que tiene ahora 51 años y una grave depresión, para no entregarla al padre. Pero la sentencia era clara con las visitas y mi hija me decía que si faltábamos le quitarían la patria potestad».

Si hace un par de décadas los abusos sexuales intrafamiliares –cometidos por padres, abuelos, tíos u otros familiares– se callaban en el seno de la familia, ahora la mordaza la pone el sistema judicial. Como el de esta niña que, en la apelación, el juez valoró que, en efecto, había sido violada pero no había pruebas suficientes para culpar a quien ella señalaba una y otra vez. «Su declaración duró hora y media, pero la transcripción sólo tiene dos folios», advierte la abuela sobre un proceso interrumpido en 2019 con la pandemia. «El covid fue su salvación», dice. En ese tiempo dieron una vuelta al caso y lograron unas medidas cautelares.


R.C.




Escucha a Anna sobre su dibujo infantil

«Veo el dibujo ahora y recuerdo perfectamente con quién estaba. Y ese demonio con punta afilada era mi padre»

En los casos de «violencia sexual en el ámbito familiar contra niñas, niños y adolescentes ejercida presuntamente por el padre, se observa que todos los casos han sido denunciados y la gran mayoría no ha pasado de la fase de instrucción, quedando sobreseídas las denuncias en un 86% de los casos», sostiene el documento ‘Violencia institucional contra las madres y la infancia’, elaborado este año por investigadoras de la Universidad Complutense de Madrid, que han analizado «informes forenses y psicosociales, evaluaciones psicológicas, autos de sobreseimiento, sentencias penales y civiles, recursos y pronunciamientos judiciales» de 47 denuncias en el territorio español. «Hay cinco casos que sí pasaron la fase de instrucción: dos terminaron en absolución y tres están a la espera de juicio o decisión penal».

Estas cifras son corroboradas por otros estudios, como el de Save The Children, que calcula en un 72% los sobreseimientos, o Anar, que estima que sólo el 10% de las denuncias llega a los tribunales. «A los niños no se les cree, a pesar de los indicios. La justicia no les escucha y les obliga a vivir con una persona que abusa de ellos», analiza Chelo Álvarez, fundadora de la asociación Alanna. «No es sólo el juez. Es todo el sistema. Se busca siempre revincular con el padre. Hay niños que se retractan porque cuanto más digan, más los castigan. La retractación es el final del recorrido judicial del abuso».


R.C.




Escucha a Anna sobre su álbum de cromos.

«Nos manipulan de una manera brutal, nos hacen sentir especiales, pero eso tiene un gran precio»

El anhelo del olvido

Rosa, una psicóloga que trabaja con pequeños que han sufrido estas situaciones y que también sufrió abusos desde una edad muy temprana, asegura que «cada niño es un mundo. Con cinco o seis años te puede decir que su padre le hace pupa en el culete o exteriorizan su dolor con dibujos y un lenguaje no verbal. A los once años comienzan a ser capaces de verbalizarlo. Pero no se les cree. Un crío necesita confianza, le ha costado meses decírselo a su madre y no va a hablar en una sola entrevista con una psicóloga. Su futuro no puede depender de una sola sesión».

En el caso de la niña que acaba de cumplir 18 años, la abuela intentó resguardarla desde que tiene tres años. La primera en 2008, apoyada por el parte de lesiones vaginales de un pediatra. A pesar de la sintomatología propia de un pequeño abusado, el juez instructor archivó la causa. Cuando tuvo siete años y reiteradas vaginitis, otro pediatra dio la voz de alarma por segunda vez. Otra vez un juez archivó el caso. En 2014 el mismo primer juez instructor desestimó la versión de la niña por tercera vez. Desde entonces calla.

«Hay casos en los que las madres no pueden demostrar nada. Pero en la mayoría no son las madres las que denuncian. En otros casos denuncian médicos, psiquiatras o profesores pero, aun así, se desestiman», alerta Álvarez. «Y, pase lo que pase, quienes más sufren son los menores».

Al cumplir la mayoría de edad, la víctima podría denunciarlo –como hizo de pequeña cuando trataba de salvarse–. Pero le tiene «pavor» y no confía en las instituciones, que le han dado la espalda. «La niña va a seguir adelante y quizás con el tiempo adquiera confianza para denunciarlo. Ahora siempre dice: dejarme en paz, quiero olvidarlo todo. Al menos, el riesgo de que el padre la siga violando ya no existe».

Terminado el bachillerato con sobresaliente, la víctima se prepara para vivir en otra ciudad, donde estudiará en la universidad. «Poco a poco nos cuenta cosas. No era solo el padre. Había terceras personas, que la sujetaban y le tapaban la boca cuando se resistía. Ella está hablando algo más y ya está dejando todo al descubierto. Ahora ella o quiere ni oír hablar del padre ni de la tía, que colaboraba en los abusos». Su abuela asegura que ahora van a insistir en los tribunales. «Hasta que se haga justicia».

Anna Nació en Oviedo, en 1979

«A los cuatro años tuve mi primera herida vaginal»

«Yo sufrí abusos sexuales por parte de mi padre. Mi primer recuerdo de aquello fue a los tres o cuatro años. A esa edad tuve mi primera herida genital. Pero creo que pasaba antes, porque no quería quedarme nunca a solas con él. Cuando sucedía, intentaba que pasase lo más rápido posible. Cuando eres pequeña no sabes si lo que te hacen ocurre en todos los hogares. Tengo mis primeras ideas suicidas a los once años, con trastornos de alimentación y de sueño. Tenía 15 años cuando fui a una comisaría y dije que mi padre abusaba de mí. No me hicieron caso. Llegaron mi madre y mi abuela paterna. Me cayeron amenazas: si sigues hablando así te tu padre te vas a enterar.

Decidí tirar para adelante. Llevar una doble vida. A los 23 años, después de una paliza suya, me fui a Madrid. Me casé. No le conté nada a mi marido. Por miedo, por vergüenza, para que no pensara que yo era una puta. Él veía cosas raras, que después entendería. Como que nunca dejaba a mi hija a solas en casa de sus abuelos. En 2010 le llamé y grabé la llamada. Tú sabes que no fueron sólo tocamientos, le dije. Él lo llamaba así, el tema de los tocamientos. Él lo reconoció al teléfono. Hasta entonces no había podido enfrentarme a él. Yo era la loca, la exagerada, la mentirosa. Mi hermano me dijo que tirara la llave al mar, que los trapos sucios se lavan en casa. Pero mi madre me apoyó. Se separó de él unos meses más tarde.

Hubo juicio. El caso estuvo a punto de prescribir. Gracias a la grabación demostré que yo no mentía. Le condenaron a ocho años de prisión. El Supremo ratificó la condena en 2015. Con la ‘ley del sólo sí es sí’ recurrió. ¿Qué falló conmigo? Todo el sistema. Mi hermano todavía lo defiende. Creo que él también ha sido víctima de abusos sexuales y calla».

Carlos Nació en Gijón, en 1952

«Cuando lo conté a mi madre, me dio un bofetón»

«Cuando iba a hacer mi primera comunión me advirtió que no dijera en la confesión nada de lo que hacíamos. Yo tenía siete años y él, 55. Era un pediatra, casado con la prima carnal de mi madre, y que estaba muy metido en mi familia. Buscó la manera de ser mi médico para estar más cerca. La mayoría de las veces era en mi propia casa. Comenzó en los años cincuenta. Era un depredador. Yo supe, al menos, de otro niño de mi edad, al que conocía, que estaba en las mismas circunstancias. Seguro que hubo más. Nunca hubo violencia física, pero cuando no facilitaba contactar con él sí había una cierta amenaza verbal.

La última vez fue en 1965. Cuando con 13 años decidí que aquello no era normal, se lo dije a mi madre. No recuerdo las palabras exactas, pero le conté que ese hombre me tocaba, me chupaba y me penetraba, y me obligaba a chupársela a él y tocarle. Ella me dio una bofetada y me dijo que de eso no se hablaba. Todavía sigue pensando así la sociedad. Al menos, sirvió para no tener trato con esa persona, aunque siguió viniendo a la casa. Pero yo ni le hablaba. A partir de aquel momento no volví a hablar de eso con nadie. Lo tenía silenciado al resto del mundo y quizás también a mí mismo.

Hasta 2020. Llegué a la conclusión de que los abusos tuvieron muchas consecuencias, como bajo rendimiento escolar, deseos y pensamientos suicidas, problemas sexuales. Me he preocupado muchísimo pensando si pude hacer algo para evitar que otros pasaran los que pasé yo. No me gusta hablar de culpa. Los niños se sienten culpables, también con los años. Pero el único culpable es el abusador. Es fundamental hablar de esta brutalidad. Cuando me ocurrió, yo no sabía absolutamente nada».

Rosa Nació en Valencia, en 1991

«Mi madre también fue víctima de mi abuelo»

«Yo sufrí abusos desde los cuatro años por parte de mi abuelo materno. Mi primer recuerdo: mis braguitas con sangre. Yo estaba acojonada. Él me amenazaba. Tengo recuerdos sueltos. De su polla. Y que trataba de meterla pero no le cabía. Con ocho años me despertaba con pesadillas y me acurrucaba con la almohada entre el váter y el bidet, donde me sentía segura. Iba al colegio con energía y motivación, pero por dentro estaba hecha una mierda.

Cuando tenía once años se lo dije a mi madre y a mi abuela, y lloramos juntas. Alejaron a mi abuelo de casa. Mi padre se asesoró con una psicóloga, que le dijo que el procedimiento judicial era muy duro. Me recomendaron no denunciar. Yo fui a unas sesiones pero me cerré en banda. Aprendí que estaba sola. Con 15 años me entero que yo no soy la única víctima. También lo fueron mi madre y mis tías. A la menor incluso la violaba. Entonces empecé a odiar a todo el mundo. Me intenté suicidar. Creí que nunca perdonaría a mi madre, por dejarme a solas con el violador a pesar de haberle pasado a ella. Pero entendí que era otra víctima más. Perdonarla me costó mucho. A mi abuelo lo llamamos «el violador».

Lo mejor es denunciar. Yo lo hice después, cuando estaba en el segundo año de la universidad. Mi tía me apoyó y me acompañaba a declarar. Hicimos una denuncia conjunta pero su caso ya había prescrito. Yo tenía 21 años y fueron dos años de juicio. Con la juez me bloqueé y no pude declarar casi nada, sólo llorar. Él estaba allí y lo oía arrancarse los mocos como solía hacer. Él dijo en el juicio que me daba clases de educación sexual. Lo metí en la cárcel, tuvo una pena irrisoria. Era de tres años de prisión pero obtuvo pronto el tercer grado. Y había un pueblo entero señalándome.

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