Cuando una compañera de trabajo le contó a Cati que este año finalmente no podría participar en el programa de acogida de niños saharauis en el que se había inscrito debido a un problema de salud, no pudo evitar acordarse de Jadiyetu, la niña procedente de los campamentos de refugiados que pasaba los veranos con sus primas en Cehegín a principios de los 90. Jadiyetu se alojó tres años consecutivos en la casa de su tía en la localidad, dentro de una iniciativa solidaria para alejar a los pequeños del rigor de los veranos del desierto y del exilio que sufre su pueblo, que está cerca ya de cumplir medio siglo sin resolución. «Todavía tenemos relación con ella –cuenta con una sonrisa–. Sabemos que ha tenido un bebé ahora. Y hace cinco o seis años estuvo aquí y celebramos una comida familiar todos los que la conocíamos».
Cati vivía entonces en Mataró, el pueblo donde se conocieron su padre, ceheginero, y su madre, malagueña, aunque cada verano seguía regresando a la Región para pasar las vacaciones. Por eso, la idea de acoger a un menor saharaui en casa no le resultó del todo desconocida; por eso, en cuanto escuchó a su compañera lamentar la imposibilidad de hacerlo, pensó en ser ella quien abriera las puertas a una acogida temporal. La conversación tuvo lugar a mediados de abril, unas dos semanas antes de que se cerrara el plazo para participar en el programa. Ese mismo día reunió a su marido, Paco, y sus tres hijos, Darío, Laura y María del Mar, de 10, 14 y 18 años, y les planteó la opción. «A todos les pareció bien –señala–, y para mí era algo que ya tenía presente, ya conocido, aunque no sabía que la acogida se había vuelto a hacer, porque hubo un parón con la pandemia».
Así, casi de improviso, Cati se vio esperando, el pasado domingo 16 de julio en el campus de Espinardo, la llegada del autobús de la ONG Sonrisas Saharauis que transportaba a una treintena de menores llegados al aeropuerto de Alicante dentro del programa ‘Vacaciones en paz’. «Había familias que repetían y luego estábamos las que no habíamos acogido nunca», recuerda. Hace la distinción porque no olvida la emoción de las que se reencontraban con los menores un año después. «Fue muy emocionante ver sus abrazos –reconoce–. En mi caso, la sensación era más de expectativa, de no conocer, de no saber quién viene, y lo mismo para los pequeños, que llegan sin saber en qué casa se van a meter, fuera de su cultura, en un país donde todo es distinto».
«Esta experiencia es importante para la niña y también para nosotros; aporta mucho a cualquiera que haya crecido aquí»
De aquel autobús bajó Aichatu, la pequeña de nueve años que en apenas un mes se ha hecho con el corazón de toda la familia, una niña «alegre y cuidadosa», «obediente y sociable» que es ya una más en la casa. Cati no puede evitar pensar en sus padres estos días, cuando la ve disfrutar en Cehegín, a salvo de los 50 grados que llegan a alcanzar los días en los campamentos ubicados en el sur de Argelia, en los meses de julio y agosto. «Son muy valientes al enviarla fuera, pero lo hacen por el bien de la pequeña, porque la situación allí es muy complicada. Puedes tener dinero y no tener ni un centro de salud al que ir si tienes un problema, y menos un hospital cercano. Allí cualquier contratiempo de salud puede convertirse en una complicación importante».
Atención médica
El proyecto ‘Vacaciones en paz’ incluye para los pequeños una revisión médica completa, vacunal, dental, ocular y auditiva, a la que no tendrían acceso de otra forma.
Cuando hace unos días Aichatu fue el oculista, se dieron cuenta de que no veía bien. Ahora lleva unas gafas recién estrenadas, y Cati no deja de pensar en la forma en que las trata. «La veo tener un cuidado con ellas que no he visto en mis hijos. Cómo las lleva, cómo se las quita para que no se rayen los cristales, cómo cuida dónde las deja y cómo lleva la funda siempre con ella». Gestos como estos son los han convencido a Cati de que la estancia de la niña en Cehegín no solo será buena para ella, sino también para la familia. «Va a ser importante para nosotros y para los niños en particular, porque tener cerca a Aichatu aporta muchísimo a cualquier persona que ha crecido aquí. Te hace aprender a valorar lo que tienes y a estar en contacto con otra realidad», asegura.
Cati también se acuerda de los padres de Aichatu cuando la ve abalanzarse sobre el frutero y devorar piezas de fruta fresca. «Le encanta. Ellos no tienen acceso fácil a ese tipo de alimentos. Allí la dieta es sobre todo de legumbres secas, arroz y maicena…». Es parte del drama del pueblo saharaui. Cerca del 7,5% de niños y mujeres de entre 15 y 50 años padecen desnutrición severa; el 60% de las mujeres tienen anemia, y muchos niños la presentan desde el nacimiento, según los datos de la ONG.
Lo que Cati ha decidido ya es que, si puede, formará parte el año que viene de esas familias que esperan el abrazo repetido frente al autobús, que le gustaría ver crecer a Aichatu. Quizá, un día, pueda celebrar una comida familiar para festejar ese lazo con el pueblo saharaui que empezó a anudar ya su tía hace cerca de 30 años.
Un programa que resurge tras el parón de la pandemia
El proyecto ‘Vacaciones en paz’ de la ONG Sonrisas Saharauis repite este año tras regresar a la vida en 2022, después de la suspensión a la que obligó la pandemia de coronavirus. «Antes venían 76 niños y, cuando pudimos reactivarlo, ya habían superado la edad, porque es para menores de entre 8 y 12 años, por lo que tuvimos que empezar de cero», explica la presidenta de la organización humanitaria, Juana Abenza. Aparte de la acogida, la ONG lleva a cabo diversas iniciativas en los campamentos saharauis. Una de ellas se centra en la construcción de un huerto que en unos meses dará acceso a las familias a frutas y verduras frescas. Otra se enfoca en la compra e instalación de depósitos de agua con donativos privados e institucionales de la Región. «La situación ha empeorado. Es rara la casa que no tiene a uno o dos familiares luchando en el frente con Marruecos. Es una guerra silenciada», advierte.
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Enlace de origen : El verano en paz y lejos del drama saharaui de la pequeña Aichatu