John Locke, la calma y la tormenta de ‘Perdidos’

John Locke, la calma y la tormenta de ‘Perdidos’

No hace mucha falta volver a elogiar la serie de Abrams y Lindelof, que de alguna manera contribuyó a subir el listón —y sobre todo el presupuesto— de la ficción televisiva mundial. Una serie que hoy día percibimos como larguísima (trama tras trama estirada artificialmente, capítulos de relleno) e irregular (sin punto de comparación entre las primeras y las últimas temporadas), fue en su momento una revelación sin igual, con una capacidad de adicción difícilmente superable, unos valores de producción de otro planeta, y además, la introducción de ciertos temas tratados con cierto misterio y elegancia. Pero como suele pasar, según desvelas los misterios pierdes la elegancia.

Coctelera de mil temas y contenedor del espíritu de su época, uno de los experimentos de ‘Perdidos’ consistía en marcarse un señor de las moscas del siglo veintiuno, pero enfrentando a los personajes con lo inexplicable, la trascendencia y lo sobrenatural. Hacerles dudar de su mundo lineal y, por supuesto, sin dioses. Todos van como pollo sin cabeza, alguno se echa a la espalda responsabilidades de más, otros tiran por el cinismo y rapiñan pistolas y posiciones de autoridad. Pero un personaje toma otra vía, y por eso ha sido elegido como uno de los cincuenta mejores personajes de series del siglo XXI, el único del nutrido elenco de ‘Perdidos’. Uno que desde el despertar en la isla respira cada señal del Apocalipsis con confianza y una sonrisa: John Locke.

Como aprendemos ya en el capítulo cuatro, tiene una buena razón para abrazar el aroma isleño: antes del accidente, John iba en silla de ruedas, y ahora puede andar. Un hombre apocado y tímido, con un cierto interés por la aventura, viendo cómo todo se desmorona a su alrededor, todo lo que creía «su destino», con él repitiendo a gritos «no me digas lo que no puedo hacer». Todo es aún peor, siempre siguiendo los clásicos flashbacks, cuando conocemos a su estrambótica madre, que aparece de la nada en su vida y le vende que es «absolutamente especial» y fue «inmaculadamente concebido». Y sigue mil veces peor, con el castigo cósmico que supuso encontrar a ese padre, a ese maestro de la estafa —también contamina otras tramas, como la de Sawyer— que le sacó un riñón a Locke y, no contento con eso, le dejó parapléjico. No llega nuestro héroe a la isla cargado de alegría.


Además de hombre para todo, entertainer


RC


Siempre bordeando la locura, Locke se erige como figura absolutamente única en el ecosistema de la isla, haciendo de último superviviente, viendo señales divinas en todas partes, yendo siempre por la vía contraintuitiva —«¡Dejad que el humo negro me arrastre hacia esa cueva! ¡No pasa nada, es el destino!», y regalándonos grandes momentos, frases, planos, miradas. Desde los trucos en la selva a la sonrisa de naranja —parecido a Vito Corleone a punto de morir—. Y, por supuesto, su antagonista metafísico es el protagonista de la serie, Jack Shephard. Como ya se ha analizado mil veces y se dice explícitamente, son la ciencia y la fe en colisión, con dos grandes líderes de opinión. Ambos ceden un poco y juntos consiguen cosas, como simboliza el plano de la escotilla, con los dos, Jack y John, mirando hacia abajo, hacia las respuestas. En un flashback de la tercera temporada —quizás la mejor— se insistía en una idea: John no es un cazador como tanto le gustaría, es un granjero. Pero el pastor, dice el apellido, fue siempre Jack. Locke está instalado en el quiero y no puedo y nunca convenció a un rebaño ni venció a ninguna presa, por tanto en sí es de los personajes más trágicos. Calmado cuando todos están ansiosos, arrebatado cuando el resto está tranquilo. Sí echó una mano, allá donde la razón fallaba, sobre todo una vez: gracias a él Charlie dejó la heroína, tan tentadora y bellamente escondida en las figuras de escayola de la virgen.

Por último, siempre estuvo ahí esa duda: ¿por qué lo llamaron John Locke, en referencia al filósofo empirista inglés, cuando a priori no tienen nada que ver? La brújula de nuestro personaje siempre apunta hacia lo que no se puede demostrar, llevando la serie a terra ignota, proponiendo siempre una solución inesperada. Los últimos coletazos del personaje —y de su cuerpo infiltrado por otros entes— están mucho menos inspirados. Nos quedamos con las primeras temporadas. Y más peregrina aún parece la referencia a Jeremy Bentham, nombre que adopta durante un capítulo, quien quiera investigar, que investigue. Es lo que quisieron siempre los creadores de la serie del oso polar en el Pacífico. Jugar a dejar pistas.

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