Odio las videoreuniones y, además, no son sostenibles. ¿Qué hago?

Odio las videoreuniones y, además, no son sostenibles. ¿Qué hago?

No consiento que nadie ponga en duda mi febril
entusiasmo por los avances tecnológicos. Soy, de
hecho, aquel que en los ochenta se compró un
reproductor betamax y en los noventa un minidisc
porque decían que eran el futuro. Me precio de ser un auténtico fanático del progreso: cada diez años dejo lo que sea que tenga entre manos y acudo raudo a una tienda especializada a comprarme un móvil nuevo. Me declaro, pues, firme defensor de los dispositivos digitales: opino que han mejorado nuestras vidas. Pero, al mismo tiempo, soy consciente de que estar conectado todo el día tiene implicaciones negativas.

Aparte de que pueden crear dependencia y problemas de visión, su uso produce lo que se conoce como “contaminación digital”, la cual representa el 4% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Hoy en día empleamos estos dispositivos para casi todo: para enviar correos, realizar videoconferencias, reproducir películas o música en streaming, sandunguear en redes sociales, archivar en la Nube… Me han pedido que pruebe a minimizar, durante una semana, la huella digital de estas actividades, lo que, de entrada, me produce síntomas paralizantes. ¿Me desconectaré del mundo? ¿Viviré como un ermitaño? ¿Tendré que relacionarme con la gente cara a cara, como en el medievo? ¿Habré de utilizar palomas mensajeras? Veamos.

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