Soñé que era un pez

Soñé que era un pez

Marta Águeda Aznar

Finalista

Viernes, 14 de junio 2024, 00:26

Soñé que era un pez. Ya no tenía pulmones, sino branquias, y el agua salada era lo único a mi alrededor. Todos mis movimientos generaban ondas que me impulsaban velozmente y con un simple aleteo de mi cola podía avanzar con facilidad una distancia que ningún humano sería capaz de igualar con un par de piernas. Era feliz. La infinidad del océano saciaba mis ansias de libertad. Así que, nadé. Nadé poniendo a prueba la agilidad de mis aletas negras, que despedían destellos luminosos cuando los rayos del sol las alcanzaban desde la superficie marina. Era rápida, pero quise explorar demasiado mi nuevo hábitat. Quise adentrarme en lo desconocido de las profundidades de un mar que ahora era el mío, pero sin serlo. Perdí el rastro de la luz solar. Cuando quise darme cuenta, la claridad del cielo azul había desaparecido. Pero eso no me detuvo. Temeraria, bajé, aún más, queriendo llegar a la arena que descansaba en algún lugar bajo mis escamas.

Me costaba distinguir las sombras que me rodeaban; sombras sin vida, sin movimiento. Las criaturas marinas de las que ahora yo formaba parte no parecían existir conmigo. Estaba sola en la inmensidad del mar. Frené en seco mi entusiasmo aventurero y observé atentamente. Nada. Solo sombras y oscuridad. Hasta que ya no. De repente, una silueta clara destacó por encima de la negrura y llamó mi atención. Me acerqué y las vi. Un conjunto de ruinas griegas yacía sobre el lecho marino. Hundidas, olvidadas, muertas.

Llevé mis aletas hasta las cariátides que en su día soportaron la estructura de algún templo del que solo quedaban restos. Observé sus grietas, su envoltura compuesta de algas y su desgaste insalvable. Todas compartían la misma expresión. Todas exhibían un semblante sereno, serio, pasivo ante su propia decadencia. Todas menos una. La más maltrecha de las columnas se diferenciaba de sus compañeras por algo más que su aspecto. Su gesto era triste. Además de los socavones que dividían su mármol, su alma parecía rota. Era consciente de su estado; era consciente de cómo su papel, un día glorioso, había quedado relegado a esto. Era consciente de que era piedra inmóvil e impotente. La familiaridad que despertaba en mí su pena me estremeció y, al mirarla con detalle, comprendí horrorizada el porqué. Su rostro era el mío. Mis cejas, mis labios, mis mejillas… Todos y cada uno de mis rasgos esculpidos a la perfección en la roca fría e inerte frente a mí. Mi apariencia desdichada se había quedado congelada en el tiempo, inmune al cambio. Ahora mis facciones rotas y cubiertas de crustáceos permanecerían para siempre hundidas, lejos del sol que un día las vio brillar. Su verdadera esencia estaba sucia y perdida.

Quise despertar, quise gritar, quise llorar. Pero, sobre todo, quise volver atrás. Deseé con todas mis fuerzas poder regresar al pasado, poder alterar la expresión de la cara ante mí que era la mía. Pero no había manera de lograrlo. El reflejo de aquella melancolía ya era uno con el mármol. Era inamovible. El pasado no regresaría y el presente ni siquiera era consciente de los tesoros que un día tuvo. Nadie supo cuidarlos, al igual que yo misma no lo había hecho conmigo.

Lo que tenía ante mí era prueba de ello. Las ruinas que un día fueron admiradas habían sido olvidadas, entregadas con resignación al mar. Ya nadie puede verlas, alcanzarlas y salvarlas. Nadie puede salvarme tampoco a mí. Comparto su desdicha, su pesar, su sentimiento es el mío. Mi tiempo también pasó y ahora mi esencia, como la de los tesoros perdidos que me rodean, yace muerta en lo más profundo de mi ser, a oscuras, sin luz con la que relucir.

Las cariátides tampoco regresarían para sujetar, majestuosas de nuevo, el templo al que servían. La mirada emocionada de la gente jamás volvería a posarse sobre ellas de la forma en que un día lo hizo. Mi alma encarnada en pez se desmoronó ante aquel revés de realidad. Pero no. Descubrí entonces que aún quedaba en mí un atisbo de esperanza que daba por muerto. Aún no era tarde. ¿Y si el presente podía rescatar el pasado para salvar su futuro? ¿Y si no fuese demasiado tarde para recuperar aquello que se perdió? No, no era tarde; al menos no para mí.

Abrí los ojos de repente y desperté. Ya no era un pez, ni una ruina. Las escamas ya no cubrían mi cuerpo, la oscuridad marina no me rodeaba y mi rostro esculpido en piedra no aguardaba ennegrecido sobre la arena de las profundidades. No estaba olvidada, estaba viva. Con sudor aún en mi frente, me apresuré a levantarme de la cama. Cuando llegué a la puerta, me calcé el zapato izquierdo, cogí mi muleta y, suspirando, salí. La brisa marina acarició mi rostro de carne y hueso. Con ayuda de mi apoyo metálico, caminé, venciendo el miedo que llevaba paralizándome años, en dirección a la playa. Mi soporte y yo nos hundimos en la arena dorada, que comenzaba a brillar gracias a los primeros rayos del sol. Poco a poco, me acerqué a la orilla. Descalcé mi único pie y rocé con los dedos las suaves olas que rompían junto a él. Me senté, respiré y perdoné al mar por la parte de mí que un día se llevó.

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