El vacío que dejan los 13 de Atalayas: «Un ser humano no está preparado para perder a una hija»

El vacío que dejan los 13 de Atalayas: «Un ser humano no está preparado para perder a una hija»

Celeste mira un retrato de su madre Orfilia junto a su abuela Milagros en su casa de Nicaragua. Cedida
El vacío que dejan los 13 de Atalayas: «Me partí en mil pedazos. Mi vida estaba en una caja y no podía abrazarla»


Un año de la tragedia

Familiares de cuatro víctimas mortales del incendio que arrasó las discotecas Teatre y Fonda Milagros cuentan cómo ha cambiado sus vidas la pérdida de sus seres queridos

Lunes, 30 de septiembre 2024, 01:19

Opciones para compartir

Celeste escribe en las fotos de su madre. En todas ellas repite la misma frase: ‘Te amo mi mamá’. Cuando su madre Orfilia Blandón murió, la niña, que hoy tiene 7 años, aún no sabía escribir bien. Ahora maneja el lápiz a la velocidad de un bólido. En este último año, también ha aprendido a hacer dibujos. Sobre todo pinta alas de ángel. Dice que es su madre, que la cuida desde el cielo.

Su abuela, Milagros Blandón, madre de Orfilia, la mira y se desgarra por dentro. Llora todas las horas de todos los días del año. Pero intenta que Celeste no la vea. Ella también descarga sobre el papel su dolor y escribe cartas a su hija muerta.

«¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste si tenías que cuidar y velar por tu hija que tanto adorabas? Celeste también me pregunta por ti todos los días. Y llora. Ha tenido que vivir tantas cosas mi pequeña que está perdiendo su cabello. El médico dice que es por el estrés, por la situación vivida. Ella siente tu ausencia. Ya no le haces videollamada y pregunta por qué no la llamas. Trato de ser fuerte, pero a veces soy débil. Hay momentos en mi vida que estoy bien, pero casi siempre estoy mal, sin ganas de vivir. Me dan ganas de gritar, chillar, llorar… ¡Qué hago Dios mío, perdóname!».


Concentración de amigos y familiares de las víctimas en la zona Atalayas el 5 de octubre de 2023.


Ros Caval / AGM

La vida de Milagros cambió el 1 de octubre del año pasado cuando le contaron que algo le había pasado a su hija. Voló a Murcia y le dijeron: «Orfilia ha muerto en una discoteca incendiada junto con otras 12 personas». Esas malditas doce palabras la tumbaron. La persona que le dio la noticia siguió contando lo que había pasado, pero Milagros ya no escuchaba. Oía frases sueltas, inconexas. Que su hija estaba celebrando el cumpleaños de su novio Erick en una discoteca; que hubo un incendio; que no pudieron salir… Pero Milagros ya no estaba ahí, porque se estaba venciendo como un árbol talado.

«Sentí que me partía en mil pedazos. Sentí dolor, quería gritar. Mi vida estaba en una caja y no podía abrazarla, tocarla. Solo quería morirme y estar con ella».

Milagros cuenta esto por videollamada desde Nicaragua, donde descansan las cenizas de su hija desde hace un año. Asegura que, desde entonces, lo único que le ha mantenido viva todo este tiempo ha sido su nieta Celeste, que ella la ha sostenido. «Mi niña me necesita mucho ¿Qué haría ella sin mí?», se pregunta. La mujer pide ayuda para la pequeña, para cuando ella ya no esté. Para que tenga un futuro que no encontrará en su país. Mientras su abuela habla, Celeste se prepara para ir al colegio. «Voy a ir a vivir donde trabajaba mi mamá», dice la niña a lo lejos. «Mi hija quería que fuésemos con ella a vivir una vida honesta. Era su sueño».

Noticia relacionada

La abogada Ainhoa Azpeitia, que representa los intereses de la familia de Orfilia, solicita a las instituciones, a través de la Comunidad, que concedan a Milagros y a su nieta un permiso de residencia excepcional. «No solo estamos intentando obtener la indemnización económica que les pudiera corresponder, sino que además luchamos por poder ofrecerles un futuro en España, con la obtención de la residencia por carta de naturaleza», explica la letrada.

Pero Milagros no vendrá a Murcia por ahora. Tampoco estará en la concentración que los familiares, amigos y supervivientes han organizado este lunes a las diez de la mañana en La Glorieta de España, frente al Ayuntamiento de Murcia, en la víspera del primer aniversario del desastre de Atalayas, que dejó cinco fallecidos de Nicaragua, otros cinco de Ecuador y tres de Colombia.

Desconsuelo e indignación

Entre esos colombianos estaba la hija de Jairo Correa. El golpe que recibió en la madrugada del primer domingo de octubre del año pasado lo ha noqueado. El audio que su hija Leidy Paola envió al móvil de su madre poco antes de morir entre las llamas es el mensaje que ningún padre querría recibir nunca: «Mami, la amo. Me voy a morir», escribió.

Leidy Paola Correa y Kevin Alejandro Gómez residían en Caravaca de la Cruz, estaban viviendo sus primeros meses de noviazgo, y viajaron junto al matrimonio de Rosa María Rosero y Jorge Enrique Batioja, dos de los ecuatorianos fallecidos en el incendio.

Jairo está en la trastienda del establecimiento de teléfonos móviles que regenta en Caravaca. Mientras habla, no deja de mirar la foto de su hija y otra imagen en la que ella está junto a Kevin. No hace falta preguntar. Apenas se sienta afirma: «Aprendemos a vivir y aprendemos a salir adelante en la vida, pero nunca -se para y traga saliva-, nunca te acabas de sobreponer del todo a una tragedia como esta. Un ser humano no está preparado para enterrar a una hija y, además, perderla de una forma no natural sino por la negligencia de otras personas».


Jairo Correa, con una imagen de su hija en su tienda de móviles de Caravaca.


J. F. Robles

Jairo deambula entre el desconsuelo y la indignación. Este colombiano, que llegó a España en busca de un futuro para su familia, se queda en silencio. Pasan unos segundos y continúa. Abre la puerta de aquel día. «Fue la madre de mi princesa, la que vino a mi casa y me dijo: ‘Jairo mira el mensaje que me envió la niña’». El hombre fue a la Policía y les mostró el mensaje. «Debieron pensar que estaba loco, porque las primeras informaciones dejaban entrever que el incendio estaba controlado, pero…». De estar desaparecida, Leidy Paola pasó a engrosar la lista de fallecidos.

En el tiempo de conversación con LA VERDAD, la expresión de la cara de Jairo va cambiando del ceño fruncido a la mirada perdida. «Cuando recibes una noticia como esta -afirma con los ojos caídos-, no la quieres aceptar, te niegas a asumir que es verdad; yo tampoco lo acepté. Seguía confiando en que ella estuviese por ahí, a salvo… Y no puedes comprender -reprueba ahora con los ojos en tensión- cómo ella murió calcinada en un establecimiento público que no cumplía con la normativa».

Jairo, como el resto de familiares de las víctimas, no logra cerrar la etapa de duelo y reclama que se asuman responsabilidades. «Hemos perdido a nuestros hijos -expresa indignado- por culpa de otras personas, empezando por los organismos que tienen que velar por la seguridad y vigilar para que se cumplan las normas. No puedo entender todavía -añade- que un negocio que tiene una orden de cierre siga abierto y nadie reconozca su culpa».

«No podemos descansar»

Keli Daiana, hermana de Kevin Alejandro, llega al establecimiento. Ella estaba en Colombia cuando ocurrió el incendio. El último abrazo de despedida con su hermano pequeño en el aeropuerto de Pereira, en Colombia, vuelve una y otra vez a la cabeza de esta joven que llegó a España poco después de que falleciera. «Cuando camino por las calles de Caravaca pienso en él, porque imagino que pudo pasear también por estas mismas plazas».


Keli Daiana muestra una fotografía de su hermano Kevin Alejandro y su pareja, Leidy Paola.


J. F. Robles

Las cavilaciones se mezclan con la imagen del momento en el que entregó las cenizas de Kevin a su madre. «¿Cómo explicarle a ella lo que ocurrió? ¿Cómo consolarla? Fue muy difícil». Keli también negó que Kevin fuese uno de los fallecidos, quería pensar que estaba desaparecido. «Pero -suspira, solloza, traga saliva- cuando escuché el audio de Leidy, supe que no los volveríamos a ver».

Jairo y Keli están convencidos de que solo haciendo justicia Leidy y Kevin podrán descansar en paz. «No podemos descansar hasta que se sepa qué ocurrió realmente. Acepto que fue un accidente, pero quiero saber quién o quiénes son los culpables; nadie quiere reconocer que se equivocó y quieren seguir tapando el sol con una mano. Yo me pregunto: Si los muertos hubiesen sido españoles, ¿el caso estaría todavía sin resolver después de un año?», expresa Keli.

Maná ya no suena para Ferney

Ferney Lozano ya no es el mismo de antes. Ya no hace reír a su gente. No hace bromas ni se mete con alguno de ellos para arrancar sonrisas. Ferney, de 60 años, ha cambiado y asume que nada volverá a ser como antes. Ferney tampoco escucha al grupo Maná. Le recuerda a ella.

Cuando uno de sus oyentes de radio le pide la canción ‘Mariposa traicionera’ de la banda mexicana al locutor y presentador del programa ‘El mañanero’, de la emisora Supermix FM, le cuesta varios tragos de saliva y un puñetazo en el corazón. «Ella era fan de ese grupo».


El locutor de radio Ferney Lozano enseña el rostro de su pareja Lula, la camarera que murió en Fonda Milagros.


Vicente Vicéns / AGM

‘Ella’ es Olga Lucrecia, conocida como ‘Lula’, de 56 años y nacionalidad ecuatoriana. Trabajaba de camarera en Fonda Milagros junto a Ferney, que era el animador de la sala. Lula atendió esa noche el palco donde se estaba celebrando el cumpleaños del nicaragüense Erick Hernández, junto a ocho amigos. Fue en ese palco donde el fuego mató a ocho personas. Las horas siguientes a la desaparición de Lula, su móvil siguió dando tono hasta el domingo por la noche. Eso mantuvo la esperanza de que estuviese en casa de algún amigo.

Pero el miércoles recibió la llamada de la Policía. Un agente le dijo que estaba entre las personas fallecidas. Ferney sintió la misma sensación de perder pie justo antes de caer al suelo, pero, en su caso, dice que continúa cayendo. Ferney cuenta que ha sido un año devastador, de un sufrimiento inenarrable. A él y a los cinco hijos de Lula les resulta difícil lidiar con su ausencia y remontar sus vidas, porque el hueco que deja es demasiado ancho, demasiado profundo.

A Ferney le preocupa mucho la hija menor de Lula. La joven, de 19 años, se pierde en sus pensamientos, y trata de distraerla a cada momento. Este año se ha convertido en cinturón negro en hacerla reír, pero ella siempre vuelve a su madre. «La recuerda en cada canción y en cada plato que solía preparar». Precisamente, los momentos en los que comparten los recuerdos de ella son los únicos en los que se dan un respiro.

El último cumpleaños de Lula fue agridulce. «Fuimos a su tumba, llevamos una tortilla y compartimos las andanzas con ella. La imaginábamos riendo, bailando, dando palmas y disfrutando con nosotros. Es extraño. Igual la muerte existe porque es la única manera que tenemos de saber cuánto te importaba una persona».


Valeria Cervantes, una de las supervivientes de Fonda Milagros.


Vicente Vicéns / AGM

Valeria Cervantes, superviviente: «Revivo una y otra vez la pesadilla; no puedo dormir»

Está en un lugar donde la oscuridad pesa y el aire está podrido de humo; hay gritos; no hay salida; explota la pared tras de sí y se ve una llama salir. Una voz le dice: «Nos vamos a quemar, nos vamos a quemar».

Es la pesadilla que persigue a Valeria Cervantes desde hace un año, por eso no duerme. Además, la joven hispano-ecuatoriana sufre en sitios donde hay mucha gente. Llega perdida a lugares comunes y está siempre en tensión, en alerta. Da igual el lugar en el que se encuentre, ella siempre piensa que en cualquier momento algo va a salir mal. «Es angustiante». La joven es una de las supervivientes de la tragedia de Atalayas y, un año después, sigue en tratamiento psicológico.

Esa noche ella estaba con unos amigos en uno de los palcos de Fonda Milagros. Al subir a la primera planta, era el primero, el más alejado de los baños donde aparecieron la mayoría de los cuerpos. «Fuimos el único palco que salió vivo de allí». Sobre las seis de la mañana, un amigo, que había salido del reservado al cuarto de baño, olió a quemado y se lo dijo al grupo. «Al principio, pensamos que estaba de broma». Entonces se fue la luz. «Pero eso era normal que pasara allí». Y vieron el humo. «Y ya nos lo creímos».

El grupo salió en fila en mitad de la oscuridad, agarrándose de las manos, atravesando un humo negro y espeso, sin ver nada. «Pusimos la linterna del móvil, pero el humo era muy denso». Avanzaban palpando la pared. «Yo era la última de la fila y noté un zumbido tras de mí, el aire que deja algo al caer, un trozo de pared o de techo».

A pesar de las dificultades para ver y respirar, algunos lograron encontrar las escaleras y bajar hasta la salida. Sin embargo, en el trayecto, Valeria y una amiga se desorientaron y apareció el pánico. «Ella me decía que nos íbamos a quemar, que nos íbamos a quedar sin oxígeno. Yo le contesté que saldríamos de allí aunque fuera gateando y empecé a gritar ‘ayuda’». Una amiga, que había alcanzado las escaleras, regresó a por ellas y, finalmente, lograron salir del local. Allí, fuera, ya con los bomberos y la Policía presentes, se dio cuenta de la magnitud del incendio y la tragedia, porque sabía que el resto de los grupos que estaban en los otros palcos no habían conseguido escapar. «¿Por qué nadie nos avisó?», concluye.

Enlace de origen : El vacío que dejan los 13 de Atalayas: «Un ser humano no está preparado para perder a una hija»