El Pincho de Castilla, mil y una carnes

Jueves, 5 de diciembre 2024, 01:18

Regreso a El Pincho de Castilla sabiendo que toca un homenaje de carnes de todo tipo. Sé que en la carta hay platos tan interesantes como boquerón crujiente con ali oli; pulpo a la cartagenera; revuelto de hongos de temporada con langostinos y ajos tiernos; raviolis de calabacín rellenos de gamba con su crema; e incluso caldero del Mar Menor. Pero una energía interior más fuerte que yo mismo me impide que ni siquiera lo plantee en la mesa. No voy solo, pero todos piensan lo mismo: salir rodando.

Mi mesa está al fondo. Me abro paso hasta llegar a la zona del cocinero que se encarga de la parrilla y que está instalado en el centro del comedor. Chuletones, lechazos y patas de cabrito al horno esperan su turno para salir a las mesas. El restaurante es de un ambiente clásico. Incluso castellano, me atrevería a decir. En la mesa, una cecina de wagyu me da la bienvenida. La enrollo con el tenedor y voy masticando despacio intentando separar el sabor y la textura más delicada de la parte interior del corte con la parte más expuesta. El sabor es increíble por sí solo y no necesita un chorrito de aceite, aunque no le va mal.

Para ir comparando, pruebo un carpaccio de solomillo de ternera con unos brotes verdes y, ahora sí, una base de aceite de oliva. Voy de un plato a otro, porque la profundidad ahumada de la cecina descansa en la carne delicada de la ternera.

La morcilla de Burgos -con arroz- ha pasado por la plancha y el camarero recomienda añadirle un un poco de miel para redondear el sabor. Efectivamente, la miel cumple su función y resulta todo un descubrimiento. Menos acertada encuentro la tortilla de bacalao que, aunque correcta, la cocción se ha pasado de largo y no recuerda en nada a las que se hacen en el norte.

El bocado que considero más interesante, sabroso, delicado y original es la croqueta de lechazo. En forma de esfera, de piel crujiente, cremosa y delicada y trabajada a la perfección en proporciones y dentro de la olla. Un beso carnívoro de los que es difícil olvidarse. El camarero lo trae con un innecesario cuenco de ali oli del que debes pasar.

El primer envite serio de carnaza es el lechazo. Muy bien cocinado, presentado y resuelto, con una plato de lechuga, cebolla fresca y vinagre -como mandan los cánones- que se agradece como los sorbetes de limón en las bodas.

El segundo asalto viene en pareja. Chuletas de setenta y ciento veinte días, respectivamente. Plato caliente para mantener la temperatura, pero sin llegar a cocinar la carne. La que lleva más tiempo esperando en la cámara es de un sabor tan intenso que es probable que el retronasal te dure hasta el día siguiente. La primera, con más de dos meses de reposo, más equilibrada, es una delicia en todos los sentidos, especialmente, por la mano que la ha cocinado en la parrilla. Solo me parece que pueden tener una revisión los pimientos de piquillo que hacen de guarnición. A mí me gustan confitados en su jugo, cuando toman ese color oscuro casi de caramelo, mucho más hechos que los que sirven en El Pincho.

Termino con un asiático cartagenero que ni fú ni fá y la firme promesa de volver para probar los platos menos populares de un templo de la carne de la comarca de Cartagena que se ha ganado su fama a pulso. Larga vida.

William Abrego

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