Murcia despide al popular hostelero Paco del restaurante Alfonso X

Murcia despide al popular hostelero Paco del restaurante Alfonso X

Mira, Paco, qué disgusto nos has dado en estos días oscuros de lluvia que invitan a sentarse contigo a platicar en algún colmado antiguo. Qué ‘pesambre’ para muchos murcianos. Para demasiados. Tantos, que los grupos de wasap arden de mensajes lamentando cómo, sin apenas hacer ruido, te hayas marchado a poner orden en los fogones del cielo. Ya andarás liado con algún caldero y esa manía tuya de poner una ñora por cada comensal, ¡a pajera abierta, pijo, sin miseria!

Mira que lo veía venir, que tan bien poco te cuidabas como todo lo disfrutabas. Pero irte así, a cuatro días del Entierro de la Sardina que tantos años has vivido como histórico Cabezudo que eras. Y cabezón hasta para morirte, carajo.

Muy lejos queda el año de 1960 cuando abandonaste tu Valladolises natal y aquél joven hijo de Paco, el de la Flora, encontró trabajo en un bar de la capital. Al poco, allá por 1973 y junto a tu socio Ginés, abristéis un pequeño local, de apenas 48 metros cuadrados, en la avenida Alfonso X. Había nacido el llamado Café Manhattan y, como si del neoyoquino barrio se tratara, pronto creció.

En cuatro días, que eso es la vida más dos telediarios, era vuestro el resto del enorme bajo y hasta el entresuelo: ochocientos metros cuadrados que acogerían uno de los más populares restaurantes murcianos. Nació el Alfonso X, a quien Murcia entera le quitaba al nombrarlo el número romano, pues no hacía falta añadirlo para saber de qué espléndido lugar se hablaba. Y los vecinos del común te bautizaron como Paco del Alfonso.

En 1975 ya contaba el local con terrazas para 300 personas. Su especialidad era, según advertía un anuncio del semanario ‘La Hoja del Lunes’, las patas de cordero y los mariscos. Se quedaba corto, muy corto.

La interminable variedad de platos de nuestra rica gastronomía desfilaba por unas mesas siempre colmadas de gentes de buen comer y, a menudo, de buen vivir, que no es lo mismo. Célebre sería la carne de vaca vieja y tantos platos para relamerse. O el cocido con pelotas de «la Tía Catalina», que era la tía de Ginés. Y tantas y tantas exquisiteces de las que daban cuenta cuantos mandaron, mandaban o mandarían algo en Murcia.

En el Alfonso llegaron a celebrarse programas de radio, como el que dirigió el entonces gran periodista deportivo José Antonio Ruiz Vivo para la Cadena Ser. Se llamaba ‘Las cenas de En Punta’. O tertulias, como una taurina que organizó la Cadena Cope, patrocinada por la antigua Caja de Ahorros de Alicante y Murcia.

Hasta se presentaban libros, pongo por caso uno de José Freixinós que se titulaba «Así ‘murió’ Hernández Ros», sobre las causas de la dimisión del presidente regional. Ilustres comensales recuerdan noches para el recuerdo. Que se lo pregunten a Los Morancos, que hasta una corona te han mandado.

Empresario de éxito, es cierto. Pero lo que te de verdad te definía era ese corazón que atesorabas: para comérselo. Hombre de plática siempre afable y prudente, enamorado del Mar Menor que navegabas en tu ‘Chambel’, que ahora está en buenas manos, la de nuestro tan grande como entrañable empresario Jose Sánchez, el Rojo de Patiño, que tanto te llora.

Como lo hacen tus hijos Mariano, Flori y Rocío. Es humano hacerlo. También te he llorado, aunque esas cosas sé que te causan risa. Lo tuyo era dar alegrías a capazos como las que repartías en vida. Hasta el último instante. Por eso, la otra noche en el tanatorio media Murcia te echó el alboroque como deseabas, con sabrosos tintos y jamón del bueno. Nunca antes en la ciudad, al menos que yo recuerde e igual que en aquellos funerales huertanos antiguos, tantos se convidaron en tu memoria con tanto respeto y seriedad.

Ahora que andas por el cielo, porque igual San Pedro andaba aburrido y te ha elegido para organizar cualquier francachela, a cuantos disfrutamos de tu amistad solo nos resta pedirte una cosa. Es aquella remota exclamación huertana que siempre, alzando un chato al cielo y convencidos de que hay otra Murcia en el paraíso, se dedicaba a los difuntos: «¡Paco, guárdanos un roalico!». Si es posible, claro, cerca de cualquier mesica dentro de tu cocina.

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