
Cuando Platón diseña el Estado perfecto, una medida llama especialmente la atención: los poetas serán expulsados. Si un poeta hiciera una visita, dice en la … República, se lo escoltará cortésmente hasta la frontera. No hay lugar para la poesía en una sociedad perfectamente ordenada, según el gran filósofo clásico. La medida resulta aún más escandalosa si se considera que la poesía constituía una herramienta pedagógica fundamental en la antigua Atenas. Los niños se formaban con los poemas homéricos. Heródoto decía que los griegos apenas sabían nada de sus propios dioses hasta que Homero y Hesíodo los instruyeron.
La inquina de Platón hacia la poesía se extiende al resto de las artes. Y se basa en que los artistas hablan de lo que no saben. ¿Qué hará un poeta,―un pintor, un escultor…― hablando de flores si no es jardinero; de guerras si no es militar; de navegaciones si no es marino? Inquietante le resultaba también a Platón la noción de inspiración: el hecho de que alguien pueda crear algo sin poder explicar cómo, sin tan siquiera saber muy bien cómo. Pero, aun cuando todo esto fuera así, ¿qué importaría si nadie hiciera caso a los poetas,―a los artistas? Platón no se molestaría en vetar la poesía si nadie atendiera a esos charlatanes que hablan de lo que no saben, a esos dementes que producen en estado de semiinconsciencia.
Al suprimir la poesía de la ciudad perfecta, Platón le rindió el mayor de los homenajes: el reconocimiento al influjo profundo e intenso que puede tener en nosotros. Ciertamente, ¿qué hay que pueda remover nuestro espíritu más que el poema preciso? No hay cuadro o escultura, novela o película, que pueda agitar las emociones como sí puede la poesía. Platón supo verlo. Y le dio miedo. Y la verdad es que da miedo.
Platón miraba con entusiasmo hacia Esparta, donde las artes llegaron virtualmente a desaparecer. ¿Resultado? La sociedad espartana supo crear hombres fuertes y mujeres vigorosas. Pero, francamente, aquello debía de ser un aburrimiento de morirse. El Día Mundial de la Poesía se celebra cada 21 de marzo, en el equinoccio de primavera en nuestro hemisferio, simbolizando un nuevo florecimiento, una renovada primavera. Y es una ocasión perfecta para recordar que nuestra civilización floreció a partir de un puñado de versos. Y que gracias a ellos somos lo que somos: atenienses y no espartanos. O mejor: griegos y no bárbaros.

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