
Una de las mayores satisfacciones de estudiar italiano fue descubrir el uso del pronombre ‘lei’ -ella- como forma de cortesía. Este ‘lei’ deriva de ‘Vostra … Signoria’, mientras que nuestro ‘usted’ lo hace del tratamiento ‘Vuestra Merced’, femenino también. Sé bien que la forma gramatical femenina no implica feminidad, pero sí estatus o reverencia -que se le parece bastante-. Y es que la lengua, a un tiempo tradición y su vehículo, es una matriz que transmite y forja la cultura.
Del mismo modo que la lengua guarda significados, la Iglesia custodia un fuego estético y espiritual. Su relación con la tradición es fundacional: teológica -Sagrada Tradición-, estética y un poco obstinada. De hecho, que haya resistido dos mil años de historia responde a su vocación profundamente conservadora, en el sentido más noble y literal del término. No ‘inventa’, es heredera y transmisora del misterio, de la fe: de una memoria ‘encarnada’. Gracias a esta filosofía se conservan las mayores obras de arte de todos los tiempos. A los que piensan que el Vaticano acumula tesoros cual dragón de cuento les recordaré que se trata de bienes inalienables, protegidos por el Código de Derecho Canónico, riqueza patrimonial que no se puede vender, herencia de todos los católicos.
La relación entre arte, espiritualidad y religión, especialmente la católica, vertebra la historia de la cultura occidental. La Iglesia ha sido mecenas de catedrales, esculturas y frescos que aún nos conmueven. Es más, la propia naturaleza del arte, su sentido y finalidad, venía dictada por las necesidades de aquella. Durante siglos, el arte tuvo un propósito claro: evangelizar -‘Biblia pauperum’-. Las nuevas generaciones ya no son iletradas y tienen una cultura visual avanzada que les permite distinguir un pokémon Wiglett de un Diglett, pero su cultura neo-pagana las deja perdidas ante el hecho religioso hasta el punto de ver en una Piedad una ‘Señora con hombre muerto en brazos’, como ha relatado Ana Iris Simón.
Hasta hace poco creía que la única interacción del Papa con el mundo del arte contemporáneo se había dado el año pasado, cuando visitó el Pabellón de la Santa Sede en la Bienal de Venecia. En el proyecto, ‘Con i miei occhi’, ocho artistas, entre los que estaba Cattelan, interactuaban con las presas de la cárcel femenina de la Giudecca para reivindicar la dignidad humana. Sin embargo, me ha sorprendido encontrar un librito titulado ‘La mia idea di arte’ en el que Tiziana Lupi (2015) recoge el credo estético de Francisco a partir de sus obras de arte predilectas. Esta galería ideal comienza con la Capilla Sixtina y el Torso Belvedere, e incluye el Descendimiento de Caravaggio o las Obras de Misericordia de Ciccarello. Todo impecable, hasta que aparece Alejandro Marmo, el único contemporáneo, con dos obras: el Cristo Obrero y la Virgen de Luján, forjadas en hierro de descarte. Vinculado al Kirchnerismo, Marmo es también autor de dos monumentales siluetas de Eva Perón que flanquean el Ministerio de Obras Públicas en Buenos Aires. Esto sí es arte para el pueblo.
Francisco -cuestionable rupturista- reivindica la función evangelizadora del arte del medievo, añadiendo otro requisito: que sea comprensible y accesible para los pobres; «el arte no debe descartar nada ni a nadie, como la misericordia». Dios me libre de juzgar la labor doctrinal del Santo Padre -la excomunión no entra en mis planes-, pero como crítico o teórico del arte, me aventuro a decir que sus aportaciones no desentonan con las de muchos intelectuales o políticos actuales. En la promoción del libro se afirmaba que «nunca antes un papa había escrito sobre su idea de arte». Yo les conmino a leer la homilía de la misa de los artistas de Pablo VI (1964), el discurso ‘A los artistas: La belleza, camino hacia Dios’, de Benedicto XVI (2009), o la ‘Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los artistas’ (1999).
Su idea del arte no coincide con la mía, no tanto por su carácter conservador -la fidelidad no implica inmovilismo-, sino porque su ‘aggiornamento’ es superficial; no ha habido revolución, solo un guiño populista. ‘Tradición’ deriva del latín ‘tradere’: «entregar», «transmitir». De ‘traditio’ también deriva el ‘traditor’, el cristiano que entregaba las Sagradas Escrituras a los perseguidores romanos, y de ahí la ‘traición’ como el acto de renunciar a lo que se debía custodiar -a veces, también ocultarlo-. Francisco consiguió acercarse a muchos ateos que no sólo han seguido siendo ateos sino anticlericales y alérgicos a toda espiritualidad. Para ese viaje, no hacían falta alforjas. ¿Cómo podrían los hierros de Marmo, forjados con fervor peronista y soplete justicialista, avivar el fuego de la fe mejor que la luz eterna de una Virgen ‘tota pulchra’?

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