Hemos descubierto que resistiremos en cualquier tormenta tanto como lo hagan nuestros cables

Hemos descubierto que resistiremos en cualquier tormenta tanto como lo hagan nuestros cables

El país se fue a negro, y una ráfaga de mensajes nos recordó lo delgada que es la línea que separa la normalidad del caos, el café de las 12 de la emergencia, tus planes de los planes del mundo, es decir, todo lo que aprendimos en la pandemia y olvidamos al salir de ella, como el exfumador que, cinco años después, dice ‘dame uno’ al que reparte los cigarros en la boda.

Esta vez no hubo aviso ni convocatoria a los medios, solo un chasquido que, aunque es probable que no llegara a sonar, escuchamos todos perfectamente cuando los semáforos decidieron dejar de respirar al unísono mientras los ascensores, los aviones y los trenes presentaban la renuncia a sus empleos de forma coordinada. Se condensó entonces el terror en una sola pregunta que fue saltando a los teléfonos móviles: «¿Se ha ido la luz en toda la ciudad?», leí en el mío. Todos tenemos a alguien que se encarga de hacer las primeras preguntas, que suele ser la misma persona de la que esperas las respuestas. El «aquí sí» que, uno por uno, fuimos contestando todos en los correspondientes grupos de amigos y familiares, justo antes de que dejaran de llegar los mensajes, fue dando forma a la estatua de todos los miedos que no sabíamos que teníamos.

El primer instinto fue, claro, mirar el móvil, no tanto para buscar información como para revisar el porcentaje de batería, el indicador con el que medimos desde hace años el tiempo de actividad que nos cabe en un día. Lo siguiente fue comprobar que la ciudad sin luz es poco más que un campo asfaltado lleno de coches sin orden, una reunión de vecinos sin nada que hacer. Y resultó que el campo ocupaba toda la Península.

No pasaron muchos minutos más hasta que empezamos echar de menos la mochila que nunca hicimos, esa con la que debíamos estar listos para resistir 72 horas en caso de situación excepcional y que nos recomendó con tal suavidad y con un tono tan amable la Unión Europea que consiguió exactamente lo que pretendía: que nadie se asustara.

Quisimos repentinamente tener la radio a pilas, y la navaja, y la linterna para alumbrar pasillos oscuros, y latas de todo tipo, mientras llegaban con cuentagotas las informaciones que daban la medida del impacto que tiene en la vida de la gente un corte de luz de unas cuantas horas, que resultó ser gigante, hasta poner a temblar las estructuras de un país entero que descubre una mañana que todo se enchufa.

Con la recuperación de la luz, tardaremos en desembarazarnos de esa asfixia que da haber constatado que solo resistiremos en cualquier tormenta tanto como lo hagan nuestros cables, y que, de ellos, de esa maraña endeble y desquiciada, cuelga todo lo que habíamos dado por hecho.

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