Hay que estar loco como una cabra o, simplemente, enamorado. O ambas cosas a la vez, por no ser del todo incompatibles. Me inclino por … un acto de amor el llevado a cabo por Xavier Pla, que es capaz de dedicarle más de millar y medio de páginas a uno de los escritores más geniales y entrañables -además de tacaño, pues lo cortés no quita lo valiente- de la literatura europea del siglo XX. Digo tacaño porque, aunque en el inmenso tomo no se dice ni pío, Juan Marsé -cuyo nombre no aparece ni siquiera en el índice onomástico- contó en cierta ocasión que, después de unas cuantas horas conversando con Pla en su casa del Ampurdán, el autor de ‘El cuaderno gris’ no fue capaz de ofrecerle ni siquiera un triste vaso de agua con el que enjuagarse el ‘guajerro’ después de tanto palique. No se puede ser de todo en la vida: excelente prosista y generoso con los amigos.
El comienzo de la obra es prometedor: «A Josep Pla le gusta llevar la ropa de otros. No puede evitarlo. Desde joven siente una notable incomodidad a la hora de vestirse»
Pero a lo que vamos. El trabajo de este otro Pla, que no sabemos con certeza si es familia del escritor, si bien se deja constancia en los créditos de la obra que es todo un especialista en la materia y que tiene la experiencia necesaria como para abordar con éxito una labor que resulta finalmente encomiable, analiza no sólo cuestiones puramente biográficas. Se adentra, asimismo, en otros asuntos próximos a la anécdota y también a la exploración, aunque sin entrar en profundidad, de una obra literaria que aún, a estas alturas del siglo XXI, sigue estando vigente, fresca como una rosa recién cortada. Y es que Josep Pla no es sólo el autor del magistral ‘Cuaderno gris’. De sus sabias manos han salido, además, libros como ‘Viaje en autobús’ o ‘Vida de Manolo’. También es responsable de esa otra obra, menos conocida, que lleva por título ‘Lo que hemos comido’, que ni siquiera citan los llamados gastrónomos, que, en los últimos años, han crecido como las setas.
‘Un corazón furtivo. Vida de Josep Pla’.
Editorial: Destino

El comienzo de la obra es prometedor: «A Josep Pla le gusta llevar la ropa de otros. No puede evitarlo. Desde joven siente una notable incomodidad a la hora de vestirse». Una prueba más de su galopante tacañería, si somos capaces de leer entre líneas. Josep Pla o José Pla, según se tercie. Porque el asunto tiene su historia. Sus artículos periodísticos eran firmados como José, en tanto que en sus obras más ‘serias’, como sus libros, se disfrazaba de Josep. A la catalana. Y es que la cuestión del bilingüismo de Pla suscitó toda clase de dudas, al margen de polémicas y críticas que arrastró con resignación a lo largo de los años. Y, como era de esperar, las más duras llegaron desde las filas del catalanismo recalcitrante. Hasta el punto de ser tachado de mal escritor en las dos lenguas. El autor de esta exhaustiva biografía no se calla y sale de inmediato al paso: ‘Pla no necesita firmar manifiestos por la lengua catalana porque su obra literaria lo avala para siempre’. Santa palabra.
No fue la suya una vida del todo feliz. Los censores y los perros de presa del franquismo no le quitaron ojo de encima. Hasta el punto de que no pudo conseguir el carné profesional que acreditara su carrera como periodista hasta 1975, cuando el Régimen ya andaba de capa caída, aunque se resistía a desaparecer. Así, con esa saña, se cebaron con uno de los más activos colaboradores de la prensa catalana y española, un hombre con más de medio sigo de actividad profesional.
Nueva York era para Josep Pla la ‘realización de una Europa frustrada’
No pudo quejarse, sin embargo, de una infancia feliz, al aire libre, cuando le gustaba jugar a decir misa y a vestirse de sacristán. Convirtió en el lema de su vida el epitafio que figura en la lápida de la tumba de Stendhal: ‘Escribió. Vivió. Amó’. Era más partidario de Proust que de Joyce. Si bien aseguraba que la obra del irlandés -y, muy especialmente, su ‘Ulises’- era ‘un récord absoluto de curiosidad’. Su exquisitez por la alta literatura, la de muchos quilates, no impidió, sin embargo, que admirara, de igual manera, la personalidad y el estilo literario de un deslumbrante -y guaperas donde los haya- José Antonio Primo de Rivera.
Derroche de luces en NY
Si bien se habla aquí, en estas sublimes páginas, de los incontables viajes de Pla por el mundo, pero muy especialmente por Europa y las Américas, nos quedamos con dos palmos de narices al comprobar que aquello de lo que tantas veces se ha hablado no hay nada que demuestre que haya sido un pasaje real. Me refiero a aquel instante, que tantas veces hemos citado -y que pasará, por lo tanto, al Libro de las Grandes Frases Apócrifas-, en el que Pla, en 1954, a su llegada a Nueva York, al ver el derroche de luces de los rascacielos, expresara: ‘Y esto, ¿quién lo paga?’.
Lo que sí es cierto, y está ampliamente demostrado, es que Pla quedó fascinado cuando se dio de bruces con la capital estadounidense. Alucinado -como García Lorca unos años antes- no sólo por sus deslumbrantes neones, sino también por la limpieza de sus calles, por los colores de las persianas y por las cabelleras pelirrojas de las chicas. Nueva York era para Josep Pla la ‘realización de una Europa frustrada’. Tampoco dejaron de sorprenderle los televisores instalados en los bares y en las propias casas particulares. Si bien llegó a asegurar -genio y figura- que lo mejor de estos aparatos es el silencio. Un tipo único e irrepetible que, de no haber existido, hubiéramos tenido que inventarlo.

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