
«Todos estos libros, lo noto, me están cambiando por dentro. Yo no podía imaginarme que esto de leer era como vivir», escribe Rosa Montero … en ‘Historia del rey transparente’. Encontré esta frase mientras hojeaba el ejemplar que acababa de dedicarme mi querida amiga, aún con la tinta fresca, entre el bullicio y la magia de las casetas en la Feria del Libro de Madrid. Un lugar que no se limita a vender libros, sino que cultiva emociones, despierta pasiones compartidas y, a veces, nos recuerda, con una página, una firma o una simple conversación, por qué leer puede cambiarnos por dentro.
Durante más de dos semanas, el Retiro se transforma. No en algo distinto, sino en algo esencial. En un espacio donde la cultura no se encierra en auditorios ni se decora en vitrinas, sino que se respira a cielo abierto. Gente que va, gente que vuelve, gente que se queda en una esquina leyendo. Caminar por la feria ha sido como atravesar un territorio donde las palabras toman forma y el papel cobra vida. Allí, bajo la sombra de árboles centenarios, el libro deja de ser una mercancía y se convierte en símbolo, en puente, en conversación silenciosa entre desconocidos que, sin saberlo, se estaban esperando. He firmado ejemplares, he escuchado historias que me han tocado profundamente, y he sentido de nuevo –como cada vez que participo en un evento como este– que escribir no es una tarea solitaria. Es una forma de estar con otros.
Vi a niños llevarse su primer libro firmado con los ojos muy abiertos, como si acabaran de descubrir un tesoro. Presencié largas filas de personas bajo el sol, sin una sola queja, casi todas con un libro abierto entre las manos, leyendo para hacer más breve la espera. ¿Cómo no emocionarse ante esa ceremonia lenta y feliz, tan ajena al vértigo del mundo digital?
Eventos como las ferias del libro nos demuestran que los libros no son nostalgia, sino presente. Que no han sido sustituidos por pantallas, sino que conviven con ellas en armonía. Que siguen convocando, entusiasmando, conmoviendo. Y que, cuando hay voluntad institucional, planificación y cariño por la cultura, una feria del libro puede convertirse en el corazón de una ciudad. Porque lo que late en Madrid o en otras ciudades no es solo el número de ventas o la afluencia masiva. Es una red invisible de afectos, de vínculos, de conversaciones que nacen entre firma y firma, entre caseta y caseta. Es el reconocimiento, casi siempre silencioso, de que los libros nos han salvado muchas veces, y que quizás nos sigan salvando si les damos el espacio que merecen.
Y, sin embargo, porque toda celebración, por luminosa que sea, proyecta también sus sombras, no puedo dejar de pensar en otra feria, en otra ciudad. En la ciudad donde crecí. Allí también hay lectores atentos, autores entregados, libreros comprometidos y pequeñas editoriales que pelean cada día por abrirse paso. Hay un equipo que se deja la piel, con su director Jesús Boluda del Toro al frente, para que la Feria del Libro de Murcia siga existiendo, resistiendo, dignamente. Pero también con una fragilidad que no debería ser su sello. Porque el entusiasmo, por necesario que sea, no basta. Hace falta respaldo. Hace falta visión. Hace falta entender –como sí ha entendido Madrid– que un encuentro literario no es un ornamento cultural ni un gesto de temporada. Es una inversión profunda en ciudadanía, en pensamiento crítico, en futuro.
En Murcia, la Feria del Libro sobrevive, pero no florece. Tiene talento, tiene público, tiene historia. Pero no tiene aún el impulso decidido, en modo de ayuda pública, que la eleve al nivel que merece. Lo que en otras localidades es política cultural ambiciosa, en Murcia sigue siendo un gesto tímido. Lo que en El Retiro es celebración y estrategia, en el paseo Alfonso X es resistencia y voluntad individual. Y no debería ser así.
Los libros merecen más que una feria simbólica. Merecen una apuesta real. Porque lo que se juega ahí no es solo el número de ejemplares vendidos. Es la posibilidad de construir un espacio donde lectores y autores se encuentren, donde las palabras recuperen su poder, donde el conocimiento se comparta sin jerarquías.
Lo he visto. Lo he vivido. Y ahora, al regresar, solo deseo que esa experiencia no quede encerrada entre las páginas de un recuerdo, sino que se traduzca en acción. Porque los libros, cuando se respiran en comunidad, transforman mucho más que una feria. Transforman ciudades y personas. La indiferencia, por el contrario, no transforma nada.

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