Si las catedrales medievales fueron sinfonías en piedra, como señalaba Víctor Hugo sobre Notre-Dame, la de La Unión lo es del quejío, del cante … popular flamenco. El Antiguo Mercado Público -conocido también como Palacio del Festival o Catedral del Cante- es una joya del modernismo regional que, desde 1978, acoge el prestigioso Festival Internacional del Cante de las Minas. En pleno centro de La Unión, fue proyectado en 1903 por Víctor Beltrí y finalizado en 1907 bajo la dirección de Pedro Cerdán. Destaca por su planta de cruz latina con cubierta metálica octogonal sostenida por una elegante estructura de fundición que asemeja una telaraña. Hierro y vidrio permiten amplios espacios abiertos e iluminación cenital de este antiguo mercado que cada agosto se metamorfosea en templo sonoro del Flamenco. Se ha consolidado como uno de los escenarios más respetados de este género musical a nivel internacional. De plaza de abastos a santuario del cante. Pocas arquitecturas han mudado tan dignamente de piel sin perder el alma.
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Escultura. Pilar-estela (350-325 a .C.)
Museo de Arqueología Jerónimo Molina de JumillaEl cipo funerario de los jinetes ibéricos

En el edificio del Museo de Arqueología Jerónimo Molina de Jumilla -uno de los mejores ejemplos del Renacimiento civil en la Región de Murcia- se conserva una de las piezas más singulares del arte ibérico: el cipo funerario de los jinetes. Esta columna ritual, comparable por su ‘rareza’ a las damas de Elche o de Baza, señalaba la tumba de un príncipe ibero. Superaba los tres metros de altura y estaba rematada por un toro totémico, símbolo de fuerza y protección. Es una escultura para mirar en círculo: cada una de sus cuatro caras muestra un cortejo funerario con jinetes ricamente ataviados. Una de las interpretaciones más aceptadas sugiere que una de las caras representa la despedida divina al difunto, y las otras tres caras, a quienes lo acompañaron hasta el lugar de incineración. Todo en esta obra habla del tránsito, del rito y del poder. Pero lo más enigmático está bajo los cascos de sus caballos que aún se conservan: uno pisa una cabeza humana que parece una calavera, otro un ave rapaz y otro un conejo. Su significado sigue siendo, siglos después, un misterio.
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Antoni Tàpies. Autorretrato, 1950
Museo Regional Moderno (MURAM), CartagenaTàpies, antes de Tàpies

Tenía 27 años cuando Antoni Tàpies se pintó a sí mismo. «Recuerdo que en mi primera exposición [en las Galerías Layetanas de Barcelona] se formaban colas para ver un autorretrato que se hizo famoso», contaría años más tarde. Para comprender esta obra ‘hiperrealista’ -tan ajena al conjunto de su producción posterior- hay que remontarse a su juventud quebradiza, marcada por un ataque pulmonar que casi le cuesta la vida. Pasó dos años en el sanatorio de Puig d’Olena, en plena montaña. Allí empezó a pintar. Aquel fue su primer taller. El autorretrato nos mira de frente, y como todo retrato frontal, parece seguirnos con la mirada. En la mano un papelito con la ‘T’ de Tàpies, como una cruz: un sigo simbólico que, con los años, se volvería recurrente en su pintura matérica e informalista. Poco después de pintar esta obra, abandonaría la figuración, impulsado por la insatisfacción con el lenguaje tradicional y el fracaso comercial de su segunda muestra. Y, sin embargo, esta pintura resulta tan singular y esencial que el Museu Tàpies de Barcelona intentó canjearla por varias obras. El museo murciano no aceptó… por fortuna.

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