En una etapa cargada de simbolismos ganó Tim Arensman y los dioses del ciclismo se tomaron un respiro, que ya es mucho decir tras más … de 182 kilómetros. En el tercer día de excursión por los Pirineos se les notó que el cansancio también hace mella en ellos, aunque mucho menos que en los mortales, porque Pogacar entró segundo en Superbagneres y Vingegaard, distanciado apenas unos metros, tercero. Hasta en la fatiga hay clases. Prometía el día, con lluvia a veces, temperaturas frescas y recorridos míticos, pero por una vez, los actores principales limitaron el espectáculo, aunque no Arensman, el triunfo del empeño y la constancia; un premio merecido después de tanto sufrimiento.
Cuando en la ruta se topan los ciclistas con el Tourmalet, el Aspin y el Peyresourde, tres de las cuatro cimas de la tetralogía mítica de los Pirineos junto con el Aubisque, que ya se subieron en 1910, saben que se está hablando de leyenda, de carreteras históricas, en las que ya no aparecen osos ni hay que darle la vuelta a la rueda para cambiar de desarrollo. Y que no son de gravilla, sino que están bien asfaltadas. Son conscientes de que si tienen sed, no tendrán que beber de los torrentes que bajan de las cimas, y si sienten hambre, aparecerá un auxiliar con un gel de sabor dulce, en vez de mendigarle un mendrugo de pan al pastor que le observa estupefacto mientras tranquiliza a las vacas tumbadas en las laderas. Tampoco tendrán que llamarle asesino al director de la carrera por obligarles a pedalear por semejantes parajes, como Octave Lapize, ni descender con la bicicleta al hombro, como Eugene Christophe para reparar su cuadro en la fragua de Sainte-Marie-de-Campan. Pero la distancia es la misma y la pendiente no ha cambiado. Ni la niebla imprevisible que aparece y desaparece en los Pirineos, sea ahora, sea hace más de cien años.
Y la desesperación le desasosiega igual a Remco Evenepoel como a quienes antes que él se rindieron en el Tourmalet. El belga, tercero hasta este sábado, dio sus últimas pedaladas lejos de la cima, le regaló su bidón a un niño que le animaba, se bajó de la bicicleta y se montó en el coche de su equipo a cien kilómetros de la meta, agotado, sin fuerzas, como tantos antes. A otros, sin embargo, les impulsa la historia, como a Lenny Martínez, empeñado en sumar puntos para hacer legítimo ese jersey de la montaña prestado por Pogacar y hacer honor a su abuelo, que también lo vistió. Así que sonreía cuando pasó por delante del gigante plateado, en la cima del Tourmalet, ese ciclista de metal que representa a Lapize y se retira cada invierno y se vuelve a colocar en primavera.
Martínez sabía que su aventura caducaría kilómetros más tarde con el empuje que quienes, fugados como él, le habían acompañado al principio y le perseguían después, pero se extendió hasta el Aspin, donde Julian Alaphilippe, amante de la tradición pero consciente de que los tiempos cambian, le cogió a una niña el cartón con el que animaba para ponérselo entre el pecho y el maillot, a sabiendas de que ya ningún aficionado reparte periódicos en la cima.
Lenny llegó casi hasta el Peyresourde, pero allí surgió Thymen Arensman, más rápido, más fuerte, menos agotado tras circular a rueda de Carlos Rodríguez, su compañero. «Carlos hizo un trabajo excelente para mí». Se fue decidido en solitario, pero con los líderes cerca y con el UAE dominando, la distancia no era muy amplia. «Escuché la diferencia con el grupo de la general y pensé que con Tadej y Jonas tres minutos y medio tal vez no fueran suficientes. Tenía que seguir. Quizás fuera un suicidio, quizás no».
La persistencia de Arensman
La fe movió la montaña, Superbagneres, donde Bahamontes ganó una contrarreloj y José Manuel Fuente, el Tarangu, venció en la etapa en línea más corta en la historia del Tour, apenas 19 kilómetros, al día siguiente de la trágica caída de Ocaña, cuando era líder, en Menté. Allí también inscribe Arensman su nombre en el palmarés, porque resistió las duras rampas en los 12,4 kilómetros de la ascensión el día en el que los monstruos del Tour no salieron de la cueva a amedrentar a los mortales.
Solo cuando restaban tres kilómetros probó Vingegaard a Pogacar: «Esperaba que Tadej atacara en la última subida. Luego me di cuenta de que no era el caso, así que decidí ir a por todas», pero encontró respuesta, y después lo hizo otra vez. Se quedaron solos, llegaron juntos a meta y allí aceleró Tadej para robarle seis segundos más al danés. «Esta vez no tenía piernas de fuego. Jonas estuvo muy fuerte. Esperaba que atacara antes. Conseguí responder, pero no tuve la energía para contraatacar y darlo todo hasta la meta». Después felicitó a Arensman, que seguía tumbado y agotado en el suelo, como si no lo pudiera creer.

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