Como si nada. Ahí está, sentado en su taburete. Mascando chicle, oteando el horizonte, doblado sobre sí mismo, con el sombrero de un vaquero que … robó tantas veces el codiciado horizonte que alumbra las montañas, aparentemente despreocupado, como si la historia que recorre y da pleno sentido a cada tema no fuese con él. No dependiese de él. No danzase alrededor de él. No fuera, en carne, sudor y nervio, él. Como si fuese un miembro más de la tremenda banda que se alza, contorsiona, explota, arrasa y fascina desde el escenario. Como si cada nota no fuese en sí misma una seña de identidad, un golpe sobre la mesa, un trasatlántico de musicalidad a pleno rendimiento, una victoria en toda regla.
Carlos Santana cumplió setenta y ocho años el pasado veinte de julio, pero el tiempo, tan caprichoso, tan volátil, tan justiciero y malévolo cuando quiere, no parece haber afectado en nada a unas manos que todavía pueden llevarnos hasta el mismo cielo siguiendo la ruta del compás endiablado. La superestrella de halo ardiente, maestro de bigote inconfundible, pionero del rock latino, leyenda de la guitarra, compositor y músico afiliado a la matrícula de honor, dejemos algún que otro honor en el tintero, se presentó en la plaza de toros de Murcia dispuesto a cortar la húmeda cinta de un nuevo agosto con un concierto enmarcado dentro de su nueva gira mundial, un ‘Oneness Tour’ que, por su título, nos lleva directamente a los últimos pasos de la década de los setenta, fecha en la que publicó el magnífico ‘Oneness: Silver Dreams – Golden Reality’. Sin embargo, teniendo en cuenta el repertorio que mostró el viernes, hubiese sido más apropiado un nombre como ‘Supernatural Tour’. Y es que, de las trece canciones que conforman aquel triunfal álbum lanzado en 1999, certificado quince veces como disco de platino en los Estados Unidos y ganador de ocho premios Grammy y tres Grammy Latinos, sonaron prácticamente la mitad. Decisión comprensible a la vista tanto de la calidad de los temas, tan inoxidables como la medalla de oro del ayer, como de la respuesta de un público que cantó, bailó y se dejó arrastrar con sumo gusto por esa brutal corriente de energía melódica e instrumental que representaron ‘(Da Le) Yaleo’, la emotiva ‘Put your lights on’ y, sobre todo, ‘Maria Maria’, ‘Corazón espinado’ y el espectacular cierre con ‘Smooth’, tridente que, además de los pies y las gargantas, descansen en paz, activaron los recuerdos de aquel último verano de los noventa.
Kiko Asunción / AGM



Antes de continuar, citemos de una vez a los cómplices de esta impresionante velada de música atemporal: Benny Rietveld (bajo); Tommy Anthony (guitarras); Karl Perazzo, Paoli Mejías y Michael Carabello (percusión); Andy Vargas (voz) y Ray Green (voz y trombón); David K. Matthews (teclados); y, afilamos el aplauso rendido, Cindy Blackman Santana marcando el trote con una batería apoteósica e incansable. Los solos marca de la casa Santana, los cuales pueden ser extensos, imprevisibles, excesivos, elegantes, robustos, esquivos, pero siempre reconocibles, se sucedieron sin descanso, pero de (casi) nada servirían sin el apoyo esencial de un excelso grupo de músicos que, además de tener el instinto para aprovechar sus múltiples momentos de lucimiento, con mención especial para unos estratosféricos Rietveld y Blackman, saben acompañar de manera orgánica, fluida y minuciosa cuando el líder pide silencio sin pedirlo, acomodándose en su trono y ejecutando alguna de sus inconfundibles volteretas sonoras.
Convertidos en maremoto de fuerza imparable y auténtico sabor rítmico, como un grupo de marineros que reman constantemente en la misma dirección y con idéntica destreza, entrega y convicción, Santana y los suyos también regalaron guiños a figuras como el añorado Ozzy Osbourne y sus Black Sabbath o los Beatles (‘The fool on the hill’), aportándole agitación extra a una cita que sumó, junto a las inevitables y gloriosas ‘Oye cómo va’ y ‘Black magic woman’, fulgurantes interpretaciones de ‘Hope you’re feeling better’, ‘Foo Foo’, la delicada ‘Samba pa ti’ o ‘Toussaint L’Overture’. Otro buen número de pasajes con tintes afrolatinos, jazzísticos, progresivos y bluseros para guardarse en los bolsillos de la memoria.
Una hora y cuarenta y cinco minutos justos, precisión milimétrica hasta en el imposible reto de vencer la dictadura del reloj, de música intensa y febril que finalizaron con una merecida ovación y un Santana marchándose como había llegado: como si nada. Como si su nombre se escribiese con la prosa común y no con el aliento de tinta épica que subraya a las leyendas. Como si, en definitiva, fuese simplemente Carlos y no rotunda y plenamente Santana. Pero fue lo segundo. Es lo segundo. Lo sigue siendo. Y lo será por y para siempre.

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