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Otro día que empieza a las seis de la mañana. ¿Por qué lo llaman vacaciones cuando quieren decir madrugón? Hay que levantarse pronto para llegar a tiempo a Ottawa, que tenemos casi cinco horas de carretera por delante, las mismas que empleo en ir de Cartagena a Madrid. Utilizo este sistema de medir porque ya saben que la capital es la forma de determinar la distancia en España: titulares como «El mejor gazpacho, a cuatro horas de Madrid» han sido leídos por estos ojitos que ahora se aburren contemplando el paisaje por el que transcurre una autopista recta e interminable. Vista una pradera, vistas todas.
Tampoco son muy originales las áreas de servicio: cada 80 km, un Tim Hortons, un KFC, un Starbucks y un Burger King. De ‘souvenir’ me voy a llevar las arterias atascadas. Y unas ojeras de mapache: entre los que hablan por teléfono a un volumen que hace ladrar a los perros, los que tienen las notificaciones activadas y los que miran el Instagram con el audio a todo trapo, es imposible pegar ojo. En el autobús, mi misantropía alcanza sus cotas más altas.
Acabaré como mi abuela, encerrada en casa para no tener contacto humano: quién querría conocer al tipo que está sentado en el asiento de atrás y que va machacando a su acompañante (y a mí) con sus vastos conocimientos sobre Canadá. Tío, hazte un podcast y déjanos vivir. Pero ahí sigue, dándole a la sinhueso con su melena canosa, su camiseta negra rollo gótico cutre, su pinta de seguir en casa de sus padres y su rictus amargo de la virginidad, que decía Carmen Maura en «Mujeres al borde de un ataque de nervios». Cada día odio más a la gente.
Jason, el psicópata de ‘Viernes 13’, también la odiaba, y el entorno del Parque Nacional de las Mil Islas es el ideal para que renazca y vuelva a matar a los chavales del campamento: los bosques frondosos, las cabañas de madera y los embarcaderos sobre las aguas transparentes del curso superior del río San Lorenzo conforman un paisaje inquietantemente hermoso donde no hay mil islas, sino casi dos mil. Algunas son solo una roca, otras ofrecen el espacio justo para que quepa una coqueta casa de color pastel y unas pocas albergan auténticos palacios, como la mansión Boldt, construida por el primer dueño del Waldorf Astoria de Nueva York, un tipo ostentoso y enamorado que quiso regalar a su mujer una casa con 120 habitaciones.
La mansión está en la parte americana, porque la frontera entre EE.UU. y Canadá zigzaguea entre las islas, algo que permite que allí se encuentre el puente internacional más pequeño del mundo al comunicar un par de islas que, perteneciendo al mismo propietario, se sitúan cada una a un lado de la frontera. Desafortunadamente, la realidad siempre viene a estropear las buenas historias, porque lo consulto en internet y no es así: las dos están en la parte canadiense.
He conseguido fotografiar el puente minúsculo de mala manera, agolpados como estamos en la cubierta del barco en el que hemos zarpado para navegar por el archipiélago. Harta de codazos, intento buscar hueco en estribor cuando me cruzo con las alegres comadres mexicanas. No vamos en el mismo grupo, pero sí hacemos el mismo recorrido. Por turnos, se fotografían en la proa emulando a Kate Winslet en ‘Titanic’. Hoy van todas de blanco: se ve que han oído la palabra «isla» y se han pensado que iban a Ibiza. Las adoro. Me encantaría viajar con ellas, pero mi fondo de armario no da para tanto.
De camino a Ottawa, otra parada técnica, lo que viene siendo ir al aseo. En el Tim Hortons de Brockville, un octogenario con los brazos llenos de tatuajes descoloridos y arrugados está sentado junto a una chimenea eléctrica, mirando al tendido mientras se toma un café. Al rato, entra otro viejo luciendo pantalón de camuflaje, camiseta y gorra. Si el primero parece un veterano de guerra, me apostaría el donut glaseado que acaban de traerme a que el segundo sabe matar un alce con sus propias manos, despedazarlo, hacer un estofado, curar la carne sobrante y convertir la piel en una alfombra. Con gesto adusto, pide un café sin azúcar, coge una silla, se coloca al otro lado de la chimenea. Nosotros volvemos a la carretera; ellos, en silencio, nos ven partir.
Ottawa se asoma detrás de un bosque inmenso. La reina Victoria quiso ponérselo difícil a EE.UU. en caso de que hubiera otra guerra, y en 1857 fundó la capital ocultándola entre muros de árboles. El emplazamiento también ayudó en la elección, ya que la ciudad está en una posición neutral entre la comunidad inglesa y la francesa, prácticamente en la frontera entre las provincias de Ontario y Quebec. Como la capital que es, además de embajadas y edificios gubernamentales, Ottawa alberga el parlamento canadiense, formado por tres grandes bloques de edificios (el central acoge las cámaras del Senado y de los Comunes, y en el este y el oeste se encuentran los despachos de ministros y senadores) que se ubican en Parliament Hill.
Los contrastes de Ottawa
R.P.

Como en el resto del país, estos días hace un calor asfixiante. Aquí y ahora lo combaten practicando actividades náuticas en el canal Rideau, que atraviesa la ciudad; después, durante los larguísimos y oscuros meses de invierno, el canal se convertirá en la pista de patinaje sobre hielo más grande del mundo. Hasta que eso suceda, y supongo que incluso entonces, Ottawa se muestra extremadamente acogedora. Podría parecer que el tamaño de estas enormes ciudades canadienses es incompatible con la escala humana, pero, paradójicamente, no lo es: el centro se puede recorrer a pie o en bicicleta, los espacios públicos fomentan la interacción social y la multitud de zonas verdes integradas en el entramado urbano proporcionan lugares donde hacer deporte, pasear o relajarse. Son urbes que no luchan contra el ciudadano, sino que van a su favor. Excepto de los fumadores, claro, que mucho proteger la diversidad y la multiculturalidad, pero aquí soy una minoría étnica. Y me siento discriminada como tal.
A causa de los malditos cinco metros de separación de los edificios, a la mañana siguiente cruzo la calle del hotel para fumarme un cigarrillo antes de partir hacia nuestro próximo destino. Es un día laborable, pero apenas hay tráfico. La gente anda por la calle sin prisas, con uno de esos enormes vasos de cartón en la mano que contienen algo que ellos llaman café y nosotros agua del pantano. La aparente tranquilidad de Ottawa se explica porque, siendo cuatro veces más grande que Madrid (aquí sí cobra sentido esta unidad de medida, que hablamos de dos capitales), tiene poco más de un millón de habitantes, algo que se percibe al comprobar el silencio reinante, la ausencia de multitudes. El paseo de ayer por los exuberantes jardines de Rideau Hall, la residencia del gobernador general de Canadá, resultó un placer gratuito y sereno. También solitario, porque solo nos cruzamos con un par de personas y alguna ardilla. Ottawa es una ciudad donde aburrirse de una forma bellísima, donde vivir cuando no quieres que te pase nada.
Por no pasar, no pasó ni la Policía Montada del Canadá, que tiene aquí su sede principal. En lo que llevamos de viaje, no me importa demasiado no haber visto ni alces ni castores, pero querría haberme topado con uno de esos tiarrones de mandíbula esculpida en piedra, sombrero rígido, casaca roja y caballo a juego. Seguro que las alegres comadres mexicanas están tan decepcionadas como yo.
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Soy William Abrego, me uní como ejecutivo de SEO y me abrí camino hasta el puesto de Gerente Asociado de Marketing Digital en 5 años en Prudour Pvt. Ltd. Tengo un conocimiento profundo de SEO en la página y fuera de la página, así como herramientas de marketing de contenido y diferentes estrategias de SEO para promover informes de investigación de mercado y monitorear el tráfico del sitio web, los resultados de búsqueda y el desarrollo de estrategias. Creo que soy el candidato adecuado para este perfil ya que tengo las habilidades y experiencia requeridas.
Enlace de origen : Ottawa, la bella aburrida