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Mercedes se sigue poniendo unas gotitas de Calvin Klein para subir todas las mañanas a su puesto de flores. Aunque ya se ha jubilado, no puede evitar saludar a sus fieles clientas. Los dos han sufrido grandes transformaciones. Ella anda ya torpona, pero le basta para subir el escalón del quiosco. En una de las muchas reformas le pusieron una rampa pequeña, aun así, prefiere subirlo. Después de todo lo vivido, pedirle un esfuerzo más a sus huesos llenos de artritis es un camino de rosas. Al sentarse se le salen un par de pelos rebeldes del cabello bien cardado. Cierra sus caídos parpados para volver a oír el agua de la acequia. Aquella huerta le parecía un mundo comparado con su casa. El crujido de los catres al sacarlos a la cocina y doce niños correteando. Cuando llueve, aún se eriza al recordar los sacos húmedos sobre su piel y las gotas del techo de tierra rolla. «Siempre nos calábamos por más que lo arreglara mi padre», recuerda.
No escuchó tanto la campana del colegio porque apenas pudo ir: «Me necesitaban mis padres para trabajar en la huerta». Aun así, alguna que otra noche su padre le acompañó a la Puerta Nueva, donde en el Jesús y María las señoritas daban clase a los pobres. «Los pequeños pillaron mejor vida, los grandes nada más que trabajamos para alimentarlos», explica.
Su pasión desde pequeña, las flores. Los primeros ramos surgieron por pura diversión. Todos los que hacía se los daba a su madre y ella los vendía en la Gran Vía. Mientras cuenta cuando su padre la dejó por primera vez aquí, se limpia las gafas. Como si así pudiera ver mejor a aquella niña de trece años con cuatro cubos llenos de flores. «Llegaba a la casa loca por darle el dinero a mi madre para que comprara comida», dice. En su familia con los escasos recursos que disponían llenaban las ollas de las cosechas plantadas. El pan «fiao» salía del corazón de los panaderos que se lo daban, aún sabiendo que no lo iban a cobrar: «Eso jamás se me olvidará en la vida». «Yo estaba muy feliz porque, como llevaba desde los nueve años en la plaza, tenía la suerte de vender las flores enseguida», explica.
A los dieciocho años cambió el cielo despejado de su Murcia natal por el de Suiza, igual de gris que sus ojos. Allí todos los colores se volvieron oscuros, sobre todo los de la fábrica de donde apenas salía. «Nos dio tiempo solo a trabajar como burras y a amoldarnos a lo que nos daban, para llevar todo el dinero a España», cuenta. Aquellos días de alimentarse a base de escarola, no los habría superado sin la compañía de su hermana mayor. Nunca pensó que echaría de menos quitar hierba con escarcha. Pese a que sus dedos engarrotados aún se recuperan del chasquido del hielo entre las yemas.
Cuando volvió a España, la reparación de la iglesia del cementerio modificó su vida por completo. Un albañil tartajoso amanecía el primero todos los días en el quiosco para buscar algo más que una cántara de agua: «Llegué a pensar que siempre cenaba bacalao». La peor parte de todas vino al darse cuanta de que su bicicleta perseguía el autobús que ella cogía para volver a casa. Quien le iba a decir que aquel ‘tontico’ le daría tres hijos y seis nietos. Su amor no conseguiría separarla de las flores. «El ‘pa’ ha sido muy moro en muchas cosas, pero el trabajo era el trabajo», señala Mercedes.
Años más tarde tomó una de sus decisiones más importantes, tras despedir a su padre y a su hermana. Un abril, el mes de su cumpleaños, Mercedes se quitó el luto antes de entrar a la habitación de hospital. El cáncer le había arrebatado a su mejor amiga, su hermana mayor, y no quería causarle más dolor del que ya padecía. Como si ya supiera que su padre había muerto, se marchó una semana después junto a él.
En medio de esa situación donde nadie sabía qué hacer, tendrían que decidir el destino del negocio familiar. Por allí habían pasado todos, aunque acordaron que su hermano Pepe lo llevaría en un principio. Entendía las flores y se acababa de casar «pero su mujer, como era de aquella manera, no quiso quedárselo». Su otro hermano Manuel, uno de los posibles candidatos, también lo rechazó. Cosa que no extrañó a nadie, ya que el puesto albergaba en un sinfín de deudas porque «los críos se gastaban todo lo que vendían y a la casa de mi madre casi no entraba dinero».
Una noche, en la cocina, mientras hablaban sobre el tema, su marido le planteó a Mercedes que lo llevara ella. En ese momento le pareció una idea absurda, hasta que poco después, tras la proposición de su madre, se convirtió en realidad. «La única condición que le puse era que yo me encargaba de lo bueno y de lo malo, y ella se quedaría con la mitad de la ganancia», explica. El trato se cerró con un papel que acreditaba a Mercedes como propietaria, para así impedir que ninguno de sus hermanos se lo quitara.
Con mucho sacrificio, Mercedes consiguió resucitar aquel lugar donde había girado toda su vida. Pagó todas las ‘púas’ y volvió a ser esa niña que vendía las flores con tanta dedicación. Cuando le aparecieron las primeras canas que ahora inundan su pelo, al puesto le salieron sus primeras grietas. Cuando le quitaron las manchas por el cáncer de piel hubo que reconstruir la plaza entera. El trascurso de los años no impidió mantener el espíritu de ambos intacto.
Su hijo fue heredero de la vocación, establecida en el ADN, y gracias a las enseñanzas de su madre ahora se encarga de ese mundo lleno de flores. Cincuenta años más tarde, ella confiesa con orgullo que jamás necesitó desempolvar aquel papel que le hizo su madre porque eligió el camino correcto.
Lejos de cansarse de su oficio, Mercedes lo considera lo más grande que hay después de sus hijos. Si tuviera que decantarse por una flor escogería la margarita amarilla: «La gente la tiene como desterrada, pero a mí me encanta, ahora te cuento el por qué». Sus pestañas se juntan otra vez y regresa al terreno arrendado para oler la buddleja, las flores compactas de los arbustos que rodeaban el cuarto de aperos donde vivía. Su padre hacía unas coronas preciosas con ellas, junto a la margarita amarilla. «Me gustaba cogerlas porque se vendían rapidísimo, como las baricas de San José», recuerda. Porque ella es así , y convertía las flores tristes en bellezas desconocidas.
Las rosas tampoco me desagradan, pero para mí las flores más indefensas tienen algo más especial.
Para Mercedes Guirao Murcia ‘La Simona’. El quiosco de las flores no será lo mismo sin ti. Tus hijos, tus nietos y bisnietos nunca te olvidan.

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Enlace de origen : Mercedes Guirao 'La Simona', una vida llena de flores