Viviana M. Hernández Alfoso
Sábado, 1 de noviembre 2025, 07:40
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Me gustaban las palabras, jugar con ellas como los otros hacían con dados o fichas. El tío Benja pensaba que había sido su influencia: ese amante de los crucigramas había sido apenas un periodista con una columna dominical en un periódico regional. La columna se llamaba ‘Quién es quién’ y picoteaba temas de interés humano y social que pocos leían y muchos menos comentaban. Yo, en cambio, quería ser reconocido, aplaudido, premiado. Y de vez en cuando pergeñaba alguna que otra historia gótica.
A mis veintisiete años, en mi anémico currículo, podía sumar al título de Licenciado en Letras, tres o cuatro menciones en premios menores. A los treinta y uno, resignado a la frustrante oscuridad, me mudé de ciudad para trabajar como profesor adjunto en una universidad mediocre, donde lidiaba con chicos que se creían de vuelta de demasiadas cosas. Mi materia no les interesaba y era un escollo más que debían sortear para lograr la titulación.
Conseguí alquilar una casa barata que tenía un centenar de desventajas: los pisos de madera crujían como si fueran a quebrarse con cada uno de mis pasos y las puertas interiores rechinaban. Incluso me la cedieron amueblada.
Mientras me aseguraba de que no hubiera alimañas, descubrí en el sótano, junto al lavarropas, siete cajas plásticas apiladas una sobre otra. Al abrirlas, encontré los manuscritos de un prolífico escritor llamado R. T. Schwartzman.
Lo primero que hice fue rastrear aquel nombre por internet por si acaso hubiera dado con el Santo Grial de algún escritor famoso. Pregunté en la Universidad, a los vecinos y a mi casero pero nadie conocía a R. T. Schwartzman.
Tomé el primer manuscrito: un cuento de unas cinco carillas mecanografiado a doble espacio y corregido con letra menuda en tinta verde. A veces las correcciones se entremezclaban con otras y corrían en cualquier dirección utilizando los márgenes. No me cabía la menor duda sobre las influencias de Schwartzman: veía el rastro de Poe, Lovecraft y un toque de Ashton Smith. Aquel desconocido era rico en recursos estilísticos y me sorprendí releyendo una frase o un párrafo deleitándome con el encadenamiento para nada fortuito de las palabras.
Pasé gran parte de la noche descifrando aquellos manuscritos como un Champollion moderno. Sólo la obligación de dictar una clase a primera hora del día siguiente me arrancó de la telaraña de tinta verde de Schwartzman, a quien imaginaba como un hombrecito rechoncho y medroso, uno de esos solitarios dados a las infinitas lecturas.
Mientras regresaba a casa después de un demoledor día tratando de abrir con la barreta de los textos de Julio Cortázar las mentes oprimidas por pantallas de los celulares, fue cuando se me ocurrió la idea. Era martes. Un martes especialmente duro y frío. Un tufillo a moho y encierro se desprendía del horroroso empapelado gris. Encendí la estufa antes de sentarme frente a la pantalla de la computadora y transcribir aquel primer cuento de Schwartzman, respetando las correcciones en tinta verde. Agregué mi nombre bajo el título y lo envié a una famosa revista literaria.
Adelantándome al innegable éxito de mi cuento, bajé al sótano y subí las cajas. Con un marcador indeleble cubrí dos o tres veces el nombre de Schwartzman cada vez que lo encontraba, suprimiendo una vez más a aquel hombre de la faz de la tierra. Ya no hice más averiguaciones sobre él. Yo era Schwartzman.
Tracé una rutina de trabajo: después de clases, pasaría a la computadora los manuscritos corregidos y haría respaldos de los mismos, sin quitar ni agregar nada, respetando las correcciones en tinta verde. Así pasaron los días hasta que llegó la respuesta de la revista. El cuento se publicaría en el siguiente número y que, en breve, alguien de la editorial se comunicaría conmigo.
Lo leí cien veces dándole todas las interpretaciones posibles. De la alegría pasé a la sospecha. ¿Alguien se había dado cuenta de que el cuento no era mío? ¿Conocían a Schwartzman en la revista? Tal vez la persona de la editorial intentaba probarme. No sería la primera vez que cuentos de diferentes escritores se asemejaran: Cortázar y Bioy Casares eran ejemplo de ello. Para dejar de dar vueltas al asunto, retomé el pasar en limpio los manuscritos (que resultaba una tarea lenta y agotadora, como si nunca disminuyera el número de hojas).
Cinco días viví sumido en esa incertidumbre hasta que llamó Lorna: tras un diluvio de preguntas que respondí con un leve tartamudeo, me pidió que le enviara, si acaso tenía, alguna novela. Agregó que lo primero era vender una novela que llamara la atención, que pegara fuerte. Me recomendó que le enviara una muestra de lo mejor que tuviera y ella vería si era lo que la editorial estaba buscando y que, de ser así, me conseguiría un contrato de edición. No me comprometí a nada. No estaba seguro de que hubiera una novela entre los manuscritos.
Esa noche fue la primera vez que soñé con Schwartzman.
No era el gnomo tímido y apocado que había imaginado en la vigilia. Era alto, cargado de hombros, había perdido el cabello en la coronilla y fumaba unos apestosos cigarrillos negros. Su cara me había parecido nítida pero al despertar no la recordaba. Lo único que parecía haberse fijado en mi memoria fueron las manos y la voz. Las primeras eran nudosas, manchadas de tinta verde y nicotina. La voz áspera, ronca de fumador empedernido, raspaba el tímpano del oyente como una lija de grano grueso. Sus palabras resonaron en mi cabeza: «Haremos un buen equipo».
Debo decir que las clases en la universidad, los exámenes que me regalaban horas de frustración y el trabajo con los manuscritos me dejaban exhausto y caía rendido a medianoche para levantarme al día siguiente tan agotado como si no hubiera dormido. Adelgacé siete kilos, la piel se me puso amarillenta y me dolía la espalda. Me mantuve a fuerza de café negro y alguna que otra bebida energética para soportar los rebuznos del alumnado.
Cuando apareció la revista literaria, recibí más de un elogio de mis colegas. Muchos bromeaban sobre mi aspecto alucinado de escritor atormentado. Las críticas fueron sorprendentemente favorables y las bromas sobre «mi doble vida» se hicieron moneda corriente. Lo más inesperado fue que mis hermanas mayores, ese par de brujas engreídas, me llamaran para felicitarme (ni siquiera estaba enterado de que compraban ese tipo de revistas) mientras agregaban que se habían sorprendido muchísimo (dijeron «muchísimo» alargando la sílaba «chi» hasta las náuseas) porque ninguna de ellas me había creído capaz de semejante logro. «Espero que no sea flor de un día», había dicho Alicia, la mayor. «¡Quién lo hubiera dicho, un escritor!», dijo Claudia, la más mefistofélica de las dos, y agregó: «No recuerdo haberte visto escribiendo». «Siempre quise ser escritor», dije mientras pensaba en dos animales ponzoñosos. «Entre querer y ser…», cloqueó Claudia. Dije algo sobre una cita ineludible, les agradecí que hubieran llamado y corté la comunicación. ¿Qué había esperado al atender la llamada? Por un minuto había olvidado que ellas habían sido uno de los principales motivos para irme a otra ciudad.
El sábado siguiente me desperté pasadas las diez de la mañana. Me sentía abotagado y con mal sabor de boca. Maldije por haber desperdiciado valiosas horas de trabajo. El espejo del baño me encontró ojeroso y pálido, desaliñado como nunca antes había estado. No recordaba cuándo había sido mi último corte de pelo y llevaba la barba de tres o cuatro días. Mientras la cafetera eléctrica goteaba el elixir vivificante, salí a tomar un poco de aire al patio trasero. Sentía los pulmones congestionados y un ataque de tos me dobló en dos. El vecino de la izquierda podaba el seto con unas enormes tijeras emitiendo un chasquido rítmico que interrumpió para darme los buenos días.
―Lindo día, ¿verdad? Pensé que no se levantaría esta mañana con todo lo que trabajó anoche. Dale que te dale a la máquina de escribir. No es que me moleste el ruido, para nada, yo duermo como piedra…―dijo y regresó a mover las tijeras sobre el indefenso ligustro. Las horas de la noche son las mejores para trabajar.
–Usted es profesor, ¿no?
–Profesor y escritor― dije, con orgullo.
El chirrido destemplado de la tostadora me llamó al interior de la casa. Serví una taza de café mientras pensaba en lo metiche que había resultado el vecino. Era imposible que escuchara el golpeteo del teclado de la computadora. Haciendo malabares con la taza y las tostadas fui a la habitación lateral en la que había instalado mi zona de trabajo. Me sorprendió el desorden. Y una vieja Olivetti Lettera 32 en un rincón. No estaba allí cuando me había ido a dormir la noche anterior.
A un lado de la máquina de escribir, había un plato rebosante de colillas y cenizas, dos paquetes de cigarrillos negros que no recordaba haber comprado, una caja de cerillas y una botella de gin con menos de la mitad del contenido. Del otro lado de la Olivetti, se apilaban unas cincuenta hojas mecanografiadas a doble espacio bajo el simple título de «novela». Tomé la primera página y leí. Seguí leyendo, mesmerizado por las palabras. Me dejé caer en la silla, con el corazón dándome saltos.
En el rollo de la máquina de escribir había un papel con una sola línea escrita: «Compra cigarrillos y más gin».
Caminé hacia el mercado como un autómata, preguntándome si seguía dormido. Me detuve. Decidí que era una idiotez dejarme guiar por una nota que posiblemente había escrito yo mismo, pasado de vueltas de la cafeína. Regresé a casa sin los cigarrillos y el gin. El resto del día bebí mucha agua, estuve trabajando al aire libre (ordenando el patio trasero que era un tiradero) y cené liviano. Me fui a dormir a las diez de la noche y me desperté al día siguiente a las nueve. Encontré otra nota en la máquina de escribir: «No es mucho lo que pido: gin y cigarrillos». Otras veinte páginas de la novela a doble espacio. Las leí de un tirón y cuando terminé fui por un cartón completo de cigarrillos negros y una caja de seis botellas de gin. Después, como un cumplido amanuense, me senté a la computadora a pasar en limpio los manuscritos.
A la mañana siguiente, incluso antes de lavarme los dientes, fui a ver si había algún mensaje en la Olivetti. «Buen chico, sigue así».
En algún punto llegó la tan ansiada fama. Y una relativa fortuna. Compré esa horrible casa y le hice un par de arreglos. Pero mi salud se resquebrajaba como la reseca pintura de la pared y tuve que abandonar la enseñanza para dedicarme de lleno a mi floreciente carrera literaria. También resigné mi vida personal. Temía que la infernal posesión que Schwartzman hacía de mi cuerpo por las noches ocurriera en presencia de otros, así que a las nueve y media me despedía del mundo, me encerraba bajo llave y apagaba el teléfono. Eso, en vez de convertirme en un malhumorado ermitaño, me dio fama de hombre comprometido con su arte. En los diez años que siguieron, publiqué ocho novelas, seis libros de cuentos y dos obras de teatro; recibí varios reconocimientos y mi nombre aparecía cada tanto en la lista de ‘best-sellers’ compitiendo con Murakami y Stephen King. Sentía que la fama me había alcanzado y me abrazaba con fuerza.
Una mañana cualquiera, de la que ni siquiera recuerdo si hacía frío o estaba templado, caminaba por la calle en uno de esos paseos que me obligaba a dar cuando comprendí que estaba perdiendo mi vida. Por mucho que amara las palabras y la literatura, debía ser sincero conmigo mismo y reconocer que carecía de la chispa divina y que era, por mucho que me disgustara, el medio del que se servía Schwartzman. La idea había rondado mi cabeza más de una vez pero aquella mañana me golpeó con la fuerza de un ladrillazo dado en el centro del pecho. Schwartzman, mi dinosaurio particular, seguía en la habitación.
Entonces fue cuando murió mi hermana Claudia y viajé para el funeral. Esa noche, intentando no dormirme por miedo a que Schwartzman tomara el control, le conté a Alicia lo que me ocurría, dando por sentado que no me creería, que me tomaría por loco o por bromista. Supuse que ella pensaría que estaba fabulando para distraerla de su pesar.
―Ya decía yo que no podrías haber escrito esos libros.
Me quedé atontado por sus palabras como si hubieran sido un sopapo dado de lleno.
―¿Y qué te gustaría hacer con ese parásito?―preguntó Alicia, sin inmutarse.
Lo había llamado «parásito» como si se tratase de lombrices. Me imaginé entrando a una farmacia y pidiendo un laxante fuerte para expulsar un parásito psíquico. El farmacéutico sin perder el aplomo me ofrecería la variedad de sabores con los que contaba.
―Quisiera recuperar mi vida por gris y chata que pueda resultar, dije.
―Es lo que quería oír, respondió Alicia, con una sonrisa.
Llegué a casa cerca de medianoche. Me dolía la cabeza de tanto pensar y tuve que vencer las ganas de echarme a dormir más de una vez. Tenía el brazo amoratado de darme pellizcos y sentía que mi úlcera estallaría de tantas bebidas energéticas.
Quité el espejo del baño y lo coloqué sobre la máquina de escribir. Encendí un cigarrillo y lo dejé sobre el cenicero. Serví gin en un vaso limpio y me senté a esperar frente al espejo. No toqué ni el cigarrillo ni el alcohol porque no eran para mí, eran para Schwartzman: una ofrenda. Esperé que dieran las doce.
Con la última campanada de una iglesia cercana, me asomé al espejo y vi como mi reflejo cambiaba: se transformaba en el rostro anguloso de un hombre de escasos cabellos grises con profundas entradas en las sienes. Las pobladas cejas canosas ensombrecían los ojos claros, hundidos, pequeños, malignos, enrojecidos por el alcohol y el humo venenoso de los cigarrillos. Schwartzman me miraba con fijeza. Su rostro empezó a deformarse en lo que hubiera podido ser una sonrisa o una mueca burlona. Pero no le di tiempo a que terminara de formarse. Alcé el vaso y lo dejé caer sobre el manuscrito que estaba a medio terminar junto a la Olivetti. Solté sobre los papeles el cigarrillo encendido, casi consumido por completo. Vi su rostro deformarse y temblar en el espejo y huí de la habitación, de la casa, de la ciudad y de la fama.
Supe que de la casa no había quedado más que un par de paredes que tuvieron que echar abajo. El mundillo literario tomó aquello como una crisis existencial.
He vuelto a enseñar.
De vez en cuando encuentro entre los exámenes de mis alumnos una hoja garrapateada en tinta verde. La guardo y más tarde, a solas, cuando ni mi esposa ni mis hijos están cerca, la quemo hasta convertirla en cenizas.
La autora
Viviana M. Hernández Alfoso (Rosario, Argentina, 1966). Abogada y máster en Creación Literaria, con una extensa trayectoria en narrativa breve y poesía. Ha sido reconocida en certámenes de Argentina, España y Latinoamérica, y actualmente reside en Valencia, donde continúa su labor creativa e investigadora. Creado en 1955 para honrar la memoria del escritor alicantino Gabriel Miró, el Premio de Cuentos de Fundación Mediterráneo es uno de los concursos literarios más antiguos de España.
Viviana M. Hernández Alfoso.
LES Editorial
Las ilustraciones
El hombre de época, con el brazo extendido. Encarna a Schwartzman, el escritor espectral cuya esencia se derrama en forma de tinta verde, símbolo de su poder creativo y de la posesión que ejerce sobre otros. Esa tinta -su marca, su alma literaria- fluye desde la mano como una ofrenda y una maldición: un gesto que entrega la inspiración, pero también reclama la autoría. La cabeza cubierta por la misma sustancia sugiere que ya no hay pensamiento propio, solo la mente absorbida por la palabra ajena. En este cuadro, Schwartzman no escribe: se desborda, dejando en cada gota la prueba de que la creación puede ser también una forma de dominio.
Ventana. Amplía la metáfora: el hombre que se asoma a la ventana se inclina hacia un mundo hecho de tinta verde, el dominio de Schwartzman. Esa tinta, que al principio parecía materia creativa, se revela como un territorio de absorción, un universo donde quien mira corre el riesgo de disolverse. La ventana, símbolo de curiosidad y deseo de trascender, se convierte en frontera entre lo propio y lo ajeno. Al asomarse, el personaje es atraído por la sustancia que representa la inspiración y la pérdida de identidad a la vez. Así, la tinta verde ya no es solo el rastro del otro, sino el portal que devora: el acceso a un mundo literario tan fascinante como fatal, donde mirar demasiado equivale a dejar de ser uno mismo.

Soy William Abrego, me uní como ejecutivo de SEO y me abrí camino hasta el puesto de Gerente Asociado de Marketing Digital en 5 años en Prudour Pvt. Ltd. Tengo un conocimiento profundo de SEO en la página y fuera de la página, así como herramientas de marketing de contenido y diferentes estrategias de SEO para promover informes de investigación de mercado y monitorear el tráfico del sitio web, los resultados de búsqueda y el desarrollo de estrategias. Creo que soy el candidato adecuado para este perfil ya que tengo las habilidades y experiencia requeridas.
Enlace de origen : ¿Quién es quién?, obra ganadora del 63º Premio de Cuentos Gabriel Miró