En Caravaca de la Cruz hay una casa donde la persiana lleva años bajada. Dentro vive una mujer que no paga alquiler desde 2019. Afuera, Ana, la propietaria, pasa a diario frente a esa fachada y la mira con impotencia. «Ahí dentro está mi casa —dice—, pero también mis ahorros y mis noches sin dormir».
Su historia empezó con un acto de ayuda. Ana, embarazada entonces, alquiló la vivienda a una vecina en apuros. «Me dio pena, no tenía trabajo. Pensé que podía ayudarla», recuerda. Firmaron un contrato legal, por un año, con un alquiler de 300 euros. Pagó los tres primeros meses, pero luego empezaron las excusas.
«Me daba lo que podía y cuando podía. Cincuenta euros una semana, cien la siguiente. Yo tenía que subir desde la pedanía caravaqueña de Valentín con mi bebé recién nacido solo para que me diera lo que pudiera», cuenta.
La situación se prolongó y un día decidió vender el piso. Avisó con tres meses de antelación. «Le ofrecí tres mil euros para que se marchara, pero me dijo que no quería dinero, que le buscara otro piso. Desde entonces, no ha pagado nada y ya me debe unos 20.000 euros».
Llega la ruina
Ana vive con sus dos hijos, de ocho y nueve años, en la casa de sus padres, en Valentín. Para sostener la hipoteca y las deudas que se acumulan, ha tenido que pedir varios préstamos y buscarse dos trabajos. «Llevo 37 años cotizados y me pregunto dónde están mis impuestos. Quién protege al que cumple», lamenta.
Antes del desalojo, la denunciada cogió una baja en la empresa en la que trabaja. Eso bastó para frenar el proceso
Intentó «hacer las cosas bien». Acudió a Cáritas y a Asuntos Sociales para ayudar a su inquilina a regularizar su situación. «Yo misma le arreglé los papeles para que pusiera el agua y la luz a su nombre. Caritas me pagó tres meses de alquiler, pero luego me dijeron que ya no podían hacer más. Yo di la cara por ella y me equivoqué».
El proceso judicial comenzó hace casi seis años y se eternizó entre huelgas y retrasos en los juzgados. Ana no dormía esperando un papel. El expediente viajaba de Murcia a Caravaca, y el pasado mes de septiembre llegó. Una jueza firmó la orden de desahucio y la propietaria respiró. «Durante cuarenta y cinco días, volví a dormir bien», dice. Pero doce horas antes de ejecutarse, su abogada la llamó para decirle que el recurso de vulnerabilidad que la inquilina interpuso había sido aceptado. Y todo volvía a empezar. La ‘inquiokupa’ trabaja por temporadas en empresas de la zona. La última, en una dedicada al sector de la alimentación. Y, poco antes del desahucio, cogió la baja por depresión.
Ese movimiento bastó para frenar el proceso a pocas horas de su ejecución. La actual normativa permite suspender los lanzamientos de personas vulnerables hasta diciembre de 2025. «Sabe todas las tretas legales», lamenta Ana, que sigue pagando impuestos, comunidad y suministros. «Hasta la basura la sigo pagando yo, con recargos por impagos», cuenta.
No quiere recurrir a empresas de desocupación. «Me dijeron que contratara a una, pero no quiero hacer nada ilegal. Lo he hecho todo por la vía correcta y, aun así, la justicia no me ampara y estoy agotada», dice Ana mientras repite una y otra vez, «yo también soy vulnerable».
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Enlace de origen : Una propietaria a su 'inquiokupa' de Caravaca: «Yo también soy vulnerable»