
Cómo se construyó la democracia es el título de la conferencia que impartirá este lunes Alfonso Guerra en el ciclo Pensar la democracia: pasado, presente … y futuro de la democracia del 78, que organiza la Fundación CajaMurcia en la capital de nuestra Región, el cual se prolongará a lo largo de las próximas semanas. Un ciclo que precisamente entronca con el sentido de los actos desarrollados el pasado viernes, uno en Palacio Real, con la concesión del Toisón de Oro, la máxima distinción de nuestra Corona, a la reina emérita dña. Sofía, al expresidente Felipe González y a los padres de nuestra Constitución vivos, Herrero de Miñón y Roca Junyent; y otro en el Congreso de los Diputados para conmemorar el cincuenta aniversario de la recuperación de la monarquía en España.
Fue Felipe González el que sintetizó la oportunidad de mirar atrás, buscando una fuente de inspiración en el momento de nuestra Transición. Evocando palabras de Rubalcaba, el expresidente recordó cómo los valores de convivencia en libertad siguen «siendo la base para recuperar el prestigio del futuro» y, por ello, debemos trabajar porque «aniden de nuevo en nuestra sociedad para que la España joven sepa sentir orgullo por ser hija de la democracia, más que por ser nieta de la Guerra Civil».
Ciertamente, como ocurre en cualquier momento de cambio, son muchos los claroscuros que tiñen aquel momento trascendente de nuestra historia reciente. Eran tiempos muy complejos: una situación económica muy precaria, terrorismo diario, un Ejército que se sentía tutor de la política nacional… Hay, de hecho, quien en esos últimos tiempos se ha esforzado en subrayar muchos de aquellos oscuros para minar la memoria compartida que habíamos construido en torno a la Transición. Así, primero en el entorno de la izquierda más radical se empezó a hablar del régimen del 78 y a estudiar el «precio» de la Transición; y ahora desde la derecha reaccionaria se mira con desprecio ese momento, señalando que fue un proyecto pilotado desde fuera que llevaba el germen de la disolución de nuestra nación.
Frente a estas lecturas creo que podemos y debemos reivindicar la grandeza de aquel proceso político-institucional que permitió lograr una paradoja genuina: sin romper la legalidad, se rompió con un régimen dictatorial para transitar hasta alcanzar el sueño recogido en el preámbulo de nuestra Constitución. Que España fuera una «sociedad democrática avanzada». Llegar a una «concordia nacional», como se propuso el rey Juan Carlos en su discurso de coronación ante unas Cortes todavía franquistas, donde todos estuvieran integrados. Lo cual ha quedado recogido en ese símbolo de nuestra Transición que fue el «abrazo».
Hoy, cuando la clase política impulsa una polarización suicida que va contaminando cada vez más a la sociedad penetrando en el seno profundo de las familias y que impide un debate público mínimamente sano para el desenvolvimiento democrático, estos ideales deben recuperarse como guías de nuestra vida pública. Recordemos la admonición de don Fernando Suárez defendiendo la Ley para la reforma política: debemos alumbrar una situación de concordia en la «que no vuelvan a dividirnos las interpretaciones de nuestro pasado y en la que no sea posible que un español llame misérrima oposición a quienes no piensan como él… porque habremos sido capaces de rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al más civilizado y cristiano concepto de adversario político pacífico».
Y hoy, cuando nuestra sociedad se enfrenta a importantes problemas que exigen respuestas (desde el futuro de las pensiones y del modelo de bienestar a garantizar nuestras fronteras ante potenciales ataques), también conviene mirar al espejo de lo que se hizo en aquella Transición. Podemos recordar, por ejemplo, cómo antes incluso de aprobar nuestra Constitución hubo que consensuar unos Pacos de la Moncloa para encauzar la situación económica y laboral del país y se afrontó una reforma fiscal que tuvo nombre y apellidos, Fuentes Quintana. Escuchar hoy su discurso en 1977 cuando aceptó asumir la cartera de asuntos económicos como ministro da una muestra del espíritu de servicio de aquella generación de políticos que supo afrontar con tiento los desafíos de su momento, tratando, además, a los ciudadanos como personas adultas.
Lo cual nos hace ver también que las personas importan y, por ello, debemos exigir determinadas aptitudes y actitudes a nuestra clase política. Confiar los asuntos públicos, como señalara Herrero de Miñón, en políticos con «profesión y vocación», a los que no mueva sólo el afán por alcanzar el poder, aunque no sepan qué hacer con él.
De ahí la importancia de hacer este ejercicio de memoria para aprender cómo se construyó nuestra democracia. Allí encontraremos una fuente de inspiración imprescindible para preservar esta obra colectiva.

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